Un escritor, su amigo científico, oscuridad, un par de gatos… Relato de misterio clásico con un valor agregado: es de Abelardo Castillo y exclusivo para Orsai. ¿Algo más?
Hace unas horas leí, en un diario de la tarde, que mi eminente amigo el doctor Isaías Litvak acaba de matarse. La noticia me consternó, pero no pudo sorprenderme. Que yo haya creído o no en la historia que me contó hace unos meses, da lo mismo. Si mentía o se engañaba, entonces estaba loco, y era de esperar que hiciera una cosa así. Si no mentía…, en fin, yo prefiero no pensar mucho en eso. Litvak, como todo el mundo sabe, era el oftalmólogo más célebre del país y, a causa de una anomalía hereditaria que en su caso parece menos una desdicha que una paradoja siniestra, había quedado ciego algunos años atrás.
No es necesario que yo lo diga, Litvak le devolvió la vista a cientos de personas, en nuestro país y en el mundo. Fue el primer cirujano que realizó un trasplante de córnea y, por sus estudios neurológicos sobre las células madre y los ciegos de nacimiento, fue nominado para el Premio Nobel. No lo ganó, es cierto, pero, como él decía, la Academia Sueca es reacia a distinguir a los sudamericanos ciegos. Y este, quizá, era uno de los problemas de Litvak como científico: cierta excesiva relación con la literatura. La biblioteca de su casa de Belgrano tuvo siempre demasiados libros que no son, precisamente, aquéllos que uno espera encontrar en el estudio de un hombre de ciencia, lo que por otra parte explica su vieja amistad conmigo.
Los diarios atribuyen su suicidio al fracaso de la operación que, planeada y dirigida por él mismo, le realizó su equipo de oftalmólogos del Instituto Litvak, de Buenos Aires. Yo sé, sin embargo, que la operación no fracasó, no al menos en el sentido que creen los diarios.
Carezco de la formación, y hasta de la información científica adecuada como para explicar sus teorías sobre la visión, lo que haría un poco menos increíble este relato. De cualquier manera, esas teorías no son solo de Litvak, y, en lo esencial, se han publicado en revistas especializadas argentinas y extranjeras, de modo que cualquiera puede informarse de ellas sin mucho esfuerzo. Yo acaso puedo resumirlas sin mentir demasiado. Básicamente, son estas: los impulsos cerebrales que nos permiten la visión se producen en ciertos puntos perfectamente localizados del cerebro, y vuelven al ojo por una compleja red o trama que desemboca en el nervio óptico. La ceguera, en una gran variedad de casos, no es algo que tenga que ver con el órgano que llamamos ojo, sino con ese tejido laberíntico que, si pudiera reconstituirse o, como decía él, volver a organizarse en un orden nuevo, podría permitirle la visión a cualquier persona ciega.
Litvak realizó algunos experimentos no documentados que yo me atrevería a llamar crueles. Le destruyó las terminales del nervio óptico a más de un animal de su propia casa y, pasado un tiempo, les devolvió la visión, al menos temporariamente, operándoles el cerebro. Salvo un gato, los animales murieron antes de un mes. Esas muertes, sin embargo, no preocupaban a Litvak. Según sus palabras, la más inocente operación de apendicitis puede ocasionar complicaciones cuyo riesgo último es la muerte; el hecho positivo, para él, era que antes de morir los animales veían. En esa época, y aun después, conversábamos con mucha frecuencia, en largas sobremesas nocturnas que podían prolongarse hasta el amanecer. Solíamos encontrarnos por lo menos una vez a la semana, en su casa de Belgrano, un caserón de principios de siglo que compartía con su chofer y con la silenciosa madre de este hombre, Cora, una vieja mujer tan discreta que parecía mimetizarse con los muebles, y que era al mismo tiempo cocinera, mucama y ama de llaves.
Mi amistad con Litvak se remonta hasta nuestra juventud, pero nunca nos tuteamos. Esa larga, reticente y tal vez profunda amistad nos permitía, o por lo menos a él le permitía, ser de una sinceridad algo brutal. Litvak sabía que yo aprobaba a disgusto el sacrificio de animales. Un escritor, me dijo una de esas noches, debería comprender sin escandalizarse este aspecto del problema. Ciertos experimentos científicos no difieren mucho del borrador de un poema o un drama. Un cobayo o un perro muertos, y en ciertos casos hasta un hombre muerto, son como esas páginas que ustedes tiran al canasto, en las que, sin embargo, está el germen de la obra terminada.
—Yo no le llamaría perro muerto a un borrador de Shakespeare —le dije riendo, aunque me sentí molesto: me consta que Litvak amaba a los animales—. Pero sobre todo, Isaías, no le llamaría borrador a un hombre muerto.
—No haga frases —dijo Litvak—. Shakespeare mató más gente en sus libros de la que podría matar yo si me atreviera a abrirle la cabeza a todos los ciegos del país. Lo que me preocupa es el gato.
Lo miré. Él desvió los ojos.
—¿Me está hablando de lo que pienso?
—Sí —dijo Litvak.
Yo conocía a ese gato. Casi habría podido llamarle nuestro gato. Era un animalito blanco y negro que Litvak había recogido una noche en la calle, precisamente mientras caminaba conmigo por Belgrano. Cuando lo llevamos a su casa le cabía en el bolsillo del saco; ahora era un hermoso gato de dos años, de antifaz perfecto y hocico negro, y era su animal preferido. Un año atrás, cuando se lo sugerí, ni siquiera había querido castrarlo.
—Usted se atrevió a…
—No me mire como al doctor Frankenstein —dijo Litvak—. Solo le quité la vista y se la devolví.
Me pidió que lo siguiera. Cruzamos la casa, salimos al patio interior, pasamos por su pequeño laboratorio, que estaba a oscuras, y entramos en un cuarto, también a oscuras. Litvak no encendió la luz. Se limitó a silbar suavemente y a llamar al animal por su nombre. «Milton», dijo. Oí ese misterioso arrullo, parecido a un trino, característico del gato que ha reconocido a su dueño y sentí el roce afelpado de un pequeño cuerpo en mi pantalón. Litvak, en la oscuridad, se agachó y alzó al animal mientras, con voz infantil, le decía una serie de tonterías que me hicieron perdonarle lo que había hecho.
—Ahora voy a prender la luz —dijo de pronto Litvak, en voz muy baja—. No se asuste.
No supe si estaba hablando conmigo o con el animal, ya que Litvak ni siquiera tuteaba a los animales. Pero, si hablaba conmigo, sus palabras me causaron un efecto opuesto al que se proponía. Quiero decir que sentí miedo. Cuando se encendió la luz, no vi nada que justificara esa sensación. Ahí estaba Milton, en brazos de Litvak. Él tenía una de sus manos sobre los ojos del gato. Miré a Litvak sin entender. Él, entonces, retiró la mano, y el gato, erizado de terror, dio simultáneamente un salto y un maullido y corrió a esconderse debajo de un mueble. Litvak volvió a apagar la luz, murmuró otras palabras pueriles y apaciguadoras, que esta vez no tuvieron respuesta, y salimos.
—Bueno —dijo—, qué diría usted que le pasa.
Visto con objetividad, yo no tenía ninguna razón para estar alarmado. Sin embargo, recuerdo haber puesto un gran cuidado al responder.
—Supongo que sus ojos quedaron demasiado sensibles a la luz.
—Sí, puede que sea eso —dijo él—. Sería razonable.
—Entonces, qué es lo que le preocupa —pregunté.
—Que hasta hace unos días no reaccionaba así.
Pero de inmediato pareció recuperar su frío talante científico.
El problema, según él, era que desconocemos qué ven exactamente los animales. Lo que llamamos color, forma, volúmenes, son nociones humanas. Se quitó los anteojos, cuyos vidrios, ya en esa época, eran de un grosor alarmante, y los limpió pensativamente con la punta de la corbata. Yo le había visto hacer ese gesto infinidad de veces. No volvió a ponérselos: lo que significaba que estaba dispuesto a hablar solo y mucho, como aislado en su propia penumbra. Me gustaría recordar exactamente sus palabras, pero para eso necesitaría, más que buena memoria, estar a la altura de sus conocimientos médicos. Solo recupero, a mi modo, fragmentos arbitrarios, jirones de una conversación que está hecha de muchas otras conversaciones a lo largo de los años. Una mosca, decía Litvak, qué idea podíamos tener de cómo es el mundo para el ojo poliédrico de una mosca. Cómo imaginar lo que ve un pez con esos ojos horrendos, fijos, sin párpados, uno a cada lado de la cara. Solo sabemos qué es lo que vemos nosotros. Desde los griegos, toda nuestra concepción del universo está basada en la vista. Creemos que lo que miramos es lo real. Pero no hay nada que podamos llamar realidad: el color, la forma, el mundo y hasta la belleza y la fealdad del mundo, son lo que organiza el ojo. Con todos nuestros sentidos pasa lo mismo. Un perro puede enloquecer por un sonido que para nosotros es inaudible. Si estuviéramos organizados de otra manera, no veríamos estos cuadros, ni esta biblioteca, ni estos libros. Veríamos átomos, veríamos protones y electrones moviéndose locamente a distancias estelares. Nos produce asco una cucaracha. Pero, ¿se ha puesto a pensar lo que le pasa a ella cuando nos ve? Se aterroriza. ¿Las ha visto, por Dios, las ha visto correr aterradas por el piso, buscando con desesperación una grieta, el refugio de un zócalo? ¿Qué es la mujer más hermosa del mundo para los sentidos de una rata?
—A veces, hasta yo puedo seguirlo —le dije—. Pero me parece que estamos derivando hacia un problema estético que no vamos a resolver esta semana.
Litvak se rió sin alegría.
—No estoy tan seguro de que, para mí, sea un problema estético. Mi padre era ciego, mi abuelo se suicidó cuando comprendió que iba a perder la vista. Yo heredé lo peor de los dos, la propensión a la ceguera y el miedo. Por eso soy quien soy. Supongo que habrá leído a Freud.
—No es mi novelista preferido. Pero, de tanto en tanto, lo hojeo.
—Está bromeando porque está molesto —dijo Litvak—, y está molesto porque está preocupado. ¿Por Milton o por mí? —preguntó después.
—Por lo dos. Pero explíqueme qué tiene que ver el psicoanálisis con esto.
—¿El psicoanálisis? Por favor, nada. El que tiene que ver es Freud. Él dijo una vez algo que se ajusta cabalmente a mi caso. Dijo que el único enfermo que le importaba curar era él mismo. Eso es hablar como se debe. —Litvak volvió a limpiar los anteojos con la punta de la corbata, pero esta vez se los puso—. Bueno, yo debo resolver el problema de la visión humana, porque el único enfermo al que me importa curar soy yo.
—Quiero preguntarle algo.
—Adelante.
—Cuando recogimos a Milton, usted mismo le puso ese nombre. ¿Por qué?
—Deformación profesional, supongo. Milton era ciego.
—El poeta Milton era ciego. Pero nuestro gato, no.
—No.
—Quiere decir que desde el primer día usted pensó…
—Por supuesto que no —dijo Litvak casi con indignación—. No desde el primer día —dijo después—. Y, como sea, mi fracaso con Milton me confirmó algo que ya sabía. —Litvak me clavó la mirada; detrás de los vidrios, sus ojos me hicieron sentir como a un espécimen observado a través de un microscopio—. Ni las ratas ni los gatos ni los perros me sirven.
—No sé si quiero oír lo que sigue —dije.
—Ellos son distintos —dijo Litvak—. Debo experimentar con un animal superior.
—Bien, Isaías querido, creo que estoy a punto de volverme a mi casa.
Lo dije medio en broma, medio en serio. Litvak me miró con asombro, y de pronto soltó una carcajada.
—Pero no —dijo—. No estaba pensando en usted, o no todavía. Estaba pensando en un mono.
La amistad, a diferencia de otros sentimientos, se mantiene intacta con la ausencia. En los cinco o seis años que siguieron a esta conversación —que, como ya dije, está hecha con fragmentos de otras muchas conversaciones— apenas volvimos a vernos media docena de veces. Litvak se fue a vivir a Europa y solo viajaba a Buenos Aires en los veranos, es decir, en nuestro invierno, nunca por más de una semana. En esas raras ocasiones nos encontrábamos, tan misteriosamente amigos como siempre. En alguno de esos encuentros me contó que, en Basilea, había realizado por fin su experiencia con el mono, un chimpancé ciego. La operación, según Litvak, fue un éxito completo, o al menos lo fue durante las primeras semanas. Después, algo pasó. El animal empezó a dar muestras de inestabilidad emocional, y un amanecer, ante el estupor de todos, consiguió salir de su jaula, echó a correr hacia una ventana, rompió los vidrios con su cuerpo, saltó al jardín y escapó a la calle. Un camión lo atropelló y lo mató en el acto.
—Como se imaginará —me dijo Litvak—, esa muerte no tiene ninguna relación con nuestro tema.
Yo no estaba muy seguro de entender cuál era nuestro tema, pero tampoco estaba muy seguro de no poder imaginar ciertas relaciones.
—Creo recordar que con Milton pasó algo así —dije con mucha cautela.
—No, señor. Milton desapareció. Milton consiguió escaparse una noche, como suelen hacerlo los gatos cojudos. No sería nada raro que la mitad de los gatos overos que andan por Belgrano sean hijos suyos.
Hace tres años, él ya había perdido casi por completo la vista: fue entonces cuando decidió volver a Buenos Aires y planificar su propia operación, que, contra la opinión de todos sus discípulos, se llevó a cabo a fines del año pasado.
En marzo de este año, lo vi por última vez. Me llamó por teléfono pasada la medianoche y, como de costumbre, sin preguntarse si yo estaba en la cama, o trabajando, o sencillamente si no tenía algo mejor que hacer, me dijo:
—Mi chofer va a pasar a buscarlo dentro de media hora. Venga a mi casa. —Hizo una pausa y agregó—: Por favor.
La casa de Litvak, las araucarias y magnolias de su parque, sus hondas habitaciones, el aljibe intemporal del patio, eran exactamente el lugar donde debía suceder el final de lo que estoy contando. Pero no voy a describir la casa, solo diré que casi todas las luces estaban apagadas. Él me esperaba en el gabinete del que ya hablé. Llegué hasta ahí acompañado por Cora, quien me alumbró el camino con una linterna. Cuando llegamos, señaló la puerta cerrada y se volvió por el pasillo con la luz.
—Voy a decirle lo que está pensando —dijo Litvak desde la oscuridad, apenas entré, y yo creí escuchar una especie de risita, un sonido nuevo en su voz, como de leve histeria—. Usted está pensando que mis ojos están todavía demasiado sensibles. Bueno, es exactamente eso. Demasiado, demasiado sensibles. A su derecha debe haber una silla, siéntese y escuche. ¿Sabe cuál es el efecto que produce realmente mi operación? ¿Sabe lo que hace? Abre una puerta. No me interrumpa, por favor. Abre una puerta por la que entran ellas, o quizá es uno el que entra en su mundo. Por eso el terror de Milton. Por eso la locura del mono, y de algún otro más, puedo confesárselo ahora.
Recuerdo sin vacilación estas primeras palabras, y hasta su tono, precisamente por el tono en que fueron dichas. Litvak hablaba con voz fría, casi impersonal, pero como si luchara por no reírse, cosa que hizo más tarde, con un sonido que no tenía nada que ver con la alegría. De aquí en adelante solo puedo recobrar sus palabras a mi modo. Él habló de las larvas, de esos seres o cosas innobles que él llamaba larvas y que pululan a nuestro alrededor. Son formas. Tienen vida, son formas horrendas y quizá superiores de la vida. Dios no nos permite verlas, pero están acá, siempre estuvieron en este mundo, junto a nosotros y a las cosas que tocamos, y que vemos, y que amamos. No se puede dar un paso, no se puede tomar un libro, no se puede acariciar a una mujer sin aplastarlas o sumirnos en sus cuerpos, que ignoramos y que nos ignoran. Repitió la palabra «horrendas» y dijo que no, que no era eso, que no había modo humano de calificarlas. La belleza y la fealdad no son categorías de su mundo, como el Bien y el Mal no son categorías de la Naturaleza. ¿Cómo son? Tal vez como medusas, pero no porque se les parezcan, sino por la repulsión que causan. Como esas lentas formas aplastadas que se desplazan por el fondo del mar. O como lampreas. ¿Ha visto una lamprea?, me preguntó Litvak. Es una especie de tubo viviente que en uno de sus extremos tiene solamente una boca, una boca circular que abarca toda la circunferencia de su cuerpo de gelatina. Pero tampoco son así, tampoco son así porque no se parecen a nada.
—Isaías —dije en voz muy baja.
Litvak no se tomó el trabajo de contestarme. Ni siquiera dio muestra de oírme.
—Empezó después de que me quitaran las suturas y los vendajes —dijo—. Yo veía. Durante unas semanas recuperé el mundo que es el mundo de usted, su mundo de todos los días. Y una mañana, de pronto, vi aparecer la primera, por debajo de un mueble. Después vi otras, entre los libros, en los pliegues de las cortinas. Por fin vi una enroscada dulcemente en mi brazo.
En la cálida noche de Belgrano, fuera de la casa, se oyó el ladrido de un perro. Un sonido tan familiar, que me sobresalté.
—Oí crujir su silla —dijo Litvak—. Lo asustó el ladrido. Eso es bueno: sobresaltarse por las cosas inocentes que suceden en la noche. Desde el nacimiento del mundo, la oscuridad nos dio miedo, y eso es muy humano. Mucho más humano que vivir aterrorizado por la luz del día. Y ahora que ya lo sabe, puede irse. Hasta dar con el patio, va a tener que orientarse en la oscuridad. No tenga miedo. En la oscuridad no existen.
—Isaías —repetí.
—Váyase, por favor —dijo.
Lo que debería ser escrito ahora, ya lo escribí al principio. Loco o cuerdo, Isaías Litvak se quitó la vida hace unas horas. Un muchacho periodista de mi relación, que conocía bien nuestra vieja amistad, acaba de llamarme por teléfono para que, como coetáneo y amigo de Litvak, le dicte algunas palabras sobre su muerte. Le he contestado que no tengo nada que decir.
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