Indudablemente los carnavales son una fuente inagotable de historias y los pibes de aquella dorado época lo vivíamos con tanta intensidad y alegría, que hoy pese al paso de los años permanecen indelebles en el recuerdo. Paradójicamente hace ya varios años que no concurro a los corsos, ya que extrañamente me causan una profunda tristeza. Es un desasosiego muy íntimo, tal vez fruto de la nostalgia, a lo mejor de una imprudente e inconciente comparación de tiempos o quizás el origen de esa pesadumbre es el extrañar desmesuradamente a muchas risas que ya no están.
A inicios de los sesenta hubo un disfraz que nos divirtió mucho, no solo por sus propias características, sino por la actitud festiva de los dos muchachos que lo conformaban. Era un toro, hecho y derecho, con contundentes cuernos y con aún más contundentes atributos de su condición de macho. Como es clásico en este tipo de disfraz, uno de ellos era responsable de sostener la cabeza y las patas delanteras, en tanto que el segundo tenía a su cargo los cuartos traseros y los atributos en cuestión.
Nosotros y otros pibes acompañábamos el recorrido del toro, puesto que para darle más realismo a su interpretación, nos encaraba corriéndonos por la Avenida Dunckler. En otras oportunidades las víctimas de sus simulacros de ataques era el público sentado a la vera del corso o bien cuando había parejas, movían la cabeza haciendo hincapié a los posibles cuernos de los hombres. Todo con mucho sentido de humor, lo que era muy festejado por la concurrencia y aún por las víctimas de sus cargadas, ya que no lo hacían en forma grosera.
Pero una noche, ocurrió algo extraño. Nunca antes habíamos escuchado sus voces, pero en un momento del recorrido, la parte posterior del toro se empacó y comenzaron a intercambiarse insultos entre los dos integrantes del disfraz. El toro comenzó a ir para adelante, luego retrocedía y hacía extrañas piruetas.
– ¡Están mamados!- fue nuestra categoría y unánime opinión, al ver el extraño comportamiento del simpático toro.
Seguía el hasta entonces exitoso disfraz con su rara conducta, incluso hubo amagues de uno de sus componentes de abandonarlo. Hasta que al parecer se pusieron de acuerdo y siguieron adelante sin prestarnos atención a nosotros ni al público en general, como era su acertada y entretenida costumbre.
Al llegar a Almirante Brown, doblaron y en vez de seguir el circuito del corso siguieron derecho por la calle General Arenales. Curiosos como siempre, decidimos seguirlos para conocer las causales de su insólita e inesperada actitud.
Primero pasamos por la tienda y vivienda de la familia Abitbol; luego por la casa de nuestro amigo Vicente Lavella; la vimos a la “Beba” Bucci, despampanante como siempre, que se aprestaba a ir al corso; después pasamos por el domicilio de Don Antonio Lossia; constantemente siguiendo la marcha, cada vez más impetuosa del toro que absorbía nuestra atención.
Al fin, al llegar a la Semillera Gómez (hoy Mueblería García), se detuvieron y dificultosamente se desembarazaron del disfraz. Y ahí nomás el muchacho que ocupaba la parte posterior del animal, revoleando los exorbitantes testículos del toro comenzó a correr a su compañero, a la vez que le profería puteadas de todo calibre. También en esos momentos nos enteramos del motivo del entredicho entre ambos, al decirle enfurecido…
- ¡Chancho de mierda! ¡Mal nacido! ¡Tres pedos te rajastes, hijo de mil p…! –
El destinatario de este aparentemente no gratuito agravio, estaba tan tentado de la risa, que prácticamente no podía correr. Así que se entrego mansamente a su inminente agresor. Este esgrimió con fiereza los atributos del bovino con intenciones claramente belicosas. Pero, titubeo… y luego también se echó a reír, abrazándose a su amigo.
Ahí descubrimos por que el toro, tenía tan buena honda. Aquellos jóvenes eran macanudos, buenos amigos y muy alegres.
Por lo que pudimos apreciar en las noches siguientes no hubo otros entredichos, o asuntos de mal olor y por supuesto, ganaron el primer premio en esos carnavales.
En los primeros corsos después del incendio del Cine teatro Italiano, el entrañable e inolvidable Oscarcito Russo, se disfrazo de mujer. Estaba muy bien caracterizado, con tacos, medias red, vestido negro muy apretado, con un profundo tajo en su muslo derecho. Era una perfecta imitación de una milonguera porteña de los años treinta, estilo “Tita” Merello. No tenía máscara alguna, con el rostro bien pintarrajeado y con una peluca que acompañaba efectivamente al personaje que representaba. El disfraz era realmente un éxito, ya que Oscar lo actuaba muy bien, dándole sensualidad a sus movimientos y tenía un comportamiento provocativo. Por ello, era uno de los candidatos a llevarse la premiación en esos carnavales.
Era la última noche de corsos y en el baile que se desarrollaba en la ex Fábrica Picasso, se iban a entregar los premios a los mejores disfraces y por supuesto se elegirían la reina y las princesas de esos carnavales. Por ese motivo el baile era todo un éxito, colmado de concurrentes en un marco festivo y bullanguero espectacular.
Por ahí andábamos con un grupo reducido de nuestra barra, interesados en conocer quienes resultarían los premiados, teniendo por cuestiones de edad y de afinidad, nuestras preferencias por el querido Oscar.
En un momento dado e imprevistamente, Oscarcito me llama aparte. Sorprendido por el requerimiento, lo seguí hasta afuera del baile, ante la cargada de los muchachos amigos.
Ya afuera, caminamos hasta la esquina de lo Ponce de León. Era una sensación extraña, ya que salir de un baile, con un tipo disfrazado de mujer, origina cierto escozor e incomodidad. Doblamos la esquina y ahí me dice…
– Juan Carlos, me tenés que hacer un favor –
Preocupado, asentí en silencio. No tenía ni la mínima idea de lo me iba a pedir y mil cosas me pasaron por la cabeza en un instante, la mayoría de ellas preocupantes.
Me quedé esperando que hablara y Oscar titubeaba en pedirme el favor que tanta zozobra me estaba causando. Hasta que se decidió y me dijo…
-¡Me tenés que sacar a bailar!-
¡Cagamos! – pensé, él Russito se volvió loco o gay.
Pero rápidamente me hizo una aclaración que abortaba esas posibilidades y que por el contrario demostraba la inteligencia y la picardía que tenía, ya que me dijo…
- ¡Me estoy jugando sacar el primer premio! ¡Tengo que bailar delante de los jurados!-
Realmente tenía razón, para darle mayor realce y credibilidad a su disfraz, debía bailar y lucir su caracterización, ante quienes decidían los premios a otorgar.
Si bien la idea era brillante, había un problema que me involucraba directamente ¡el elegido para bailar con él era yo!
Si bien sentía un profundo aprecio por Oscar, el ofrecimiento no me seducía para nada. Nunca había bailado en público y el debut sería con un muchacho disfrazado de mujer. ¡No!, no era nada reconfortante.
Le pedí mil disculpas, y no accedí. Pero, indudablemente Oscar tozudo como era, no se iba a conformar así nomás.
Así comenzó una prolongada discusión, entre algunos ¡por favor!, ¡no me pidas eso!, ¡por única vez!, ¡compréndeme!, los que pasaban por el lado nuestro, pensaban que se trataba de una discusión entre una pareja, por lo que la incomodidad era grande.
-¡Por qué no bailas, con un disfrazado!- Le dije atinadamente.
-¡No sirve! Para que cause sensación, tiene que ser con alguien que no esté disfrazado- me respondió, demostrando que lo había planificado todo.
Tanto insistió Oscar, que me convenció. Le dije…
- ¡está bien! Pero bailamos bien el medio-
- ¡No me sirve! Tenemos que bailar cerca de los jurados, sino, no me ven – me respondió decidido.
Otra vez a discutir y yo como un gran pelotudo ¡claudiqué! Encaramos para el baile, me sentía como un condenado que camina hacia el cadalso para ser ejecutado. Nos cruzamos con mis amigos, que enterados a la pasada de la temeraria decisión adoptada, los festejaron desmesuradamente, lo que casi me hace desistir de la idea en marcha.
Por supuesto que bailaríamos música característica y justo en esos momentos había empezado esa presentación. No había marcha atrás.
Esperamos que se juntaran varias parejas y encaramos la pista. Algunos para colmo aplaudieron. Tenía las piernas agarrotadas y bailando éramos un despropósito. Movíamos lo brazos, como si estuviéramos bombeando con una bomba tipo sapo. La barra nos ovacionaba, y nos gritaban ¡que se besen!, ¡que se besen! Oscar seguía perfectamente su papel, y cada vez se ponía más mimoso.
Delante de los jurados también bailaban las candidatas a reinas con sus respectivas parejas, ya que querían lucirse, para que con belleza, gracia y simpatía, lograr por un año el tan ansiado reinado. También había “importantes premios”, donados por el comercio local, especialmente del Kiosco “Diagonal” de don Santiago Salvi.
Así que nosotros con nuestra estrambótica forma de bailar, estábamos metidos en el sitio exclusivo para que danzaran los mejores bailarines (ya que para la ocasión las candidatas elegían a los mejores para poder brillar con mayor énfasis).
Mi viejo que en la parte típica de la orquesta “Rawsón” cantaba, en la característica tocaba la batería y desde el escenario me miraba serio, no muy orgulloso de mi demostración.
Oscar repartía sonrisas y caritas para todos lados (especialmente para los jurados) y yo iba serio como perro en bote, rogando que el suplicio terminara. Para colmo actuaba tan bien al personaje, que en el breve espacio de una pieza a otra en el que momentáneamente se paraba de danzar, me colocaba sus manos al costado de mi cuello y levantaba femeninamente una de sus piernas. Todos se reían menos yo.
Cuando terminó la presentación dejé a Oscar en la pista y me mandé a mudar para evitar las múltiples cargadas que se venían.
Al otro día me enteré que Oscarcito había ganado el primer premio en su categoría y yo por mi propia elección me declaré como el rey del papelón.
Juan Carlos Cambursano
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