Hoy en día, al juntarnos con alguno de aquellos pibes que conformaban nuestra entrañable barra del barrio Belgrano, recordamos perfectamente las formaciones de los equipos de primera división profesional e incluso de algunos equipos de la divisional B, de la última parte de la década del cincuenta y principios del sesenta e increíblemente no recordamos con precisión como formó nuestro equipo favorito el domingo pasado.
Seguramente habrá muchas explicaciones a esta extraña paradoja, pero entiendo que mucho tiene que ver la pasión con que vivíamos al fútbol y la despreocupación por otras problemáticas cotidianas. Indudablemente la mágica fascinación que nos causaban las transmisiones radiales y la lectura de las revistas “El Grafico” y “Goles” también tenían que ver con ese magnetismo; a lo que se agregaban otros juegos que tenían relación con el más popular de los deportes, como ser las figuritas, con las que completamos los equipos en aquellos inolvidables álbumes.
Por supuesto que también conocíamos de memoria los equipos de Sarmiento y Atlanta, que dividían nuestros sentimientos. Yo particularmente tuve la inmensa fortuna de jugar años después en primera con tres de mis ídolos de la infancia Aurelio De Tito,” Batita” Zanotti e Ismael Cafa, que integraban aquellos equipos que recitábamos en un santiamén.
Dos deportistas al margen del fútbol ocupaban nuestra atención, pese a que ambos estaban en el ocaso de sus brillantes campañas, Juan Manuel Fangio y “Pascualito” Pérez. Solamente los noticieros de cine traían las imágenes de estas dos colosales figuras del deporte, a quienes considerábamos imbatibles en sus respectivas disciplinas y que imaginariamente participaban de muchos de nuestros juegos.
Si bien jugar a la pelota era nuestra ocupación esencial, a veces suspendíamos repentinamente la actividad futbolera, al surgir la posibilidad de una travesura que nos redituaría momentos de excitante felicidad.
Así, por ejemplo, todos sabíamos que al comprar zapatillas (las clásicas Pampero azul), debíamos llevar la caja vacía al lugar donde estábamos jugando para utilizarla en uno de nuestros divertimientos preferidos.
Colocábamos en su interior ladrillos, piedras o cualquier otro elemento duro y la dejábamos en la vereda como señuelos, para que los ocasionales transeúntes se tentaran con ella y le aplicaran las clásicas pataditas a la pasada; con las dolorosas consecuencias que son de imaginar.
Al principio nos quedábamos mirando expectantes lo que ocurría, pero fueron tantas las puteadas, las amenazas, las corridas y las denuncias a nuestros padres, que optamos por ocultarnos y espiar lo que ocurría.
Mi abuelo Juan, había construido un precario depósito para guardar sus herramientas, utilizando como una de sus paredes al tapial que daba a la calle Juan Bautista Alberdi. Desde el techo de chapas de este recinto observábamos que ocurría con nuestro cebo de cartón, aunque en algunas oportunidades solamente escuchábamos, puesto que asomarnos hubiera sido prácticamente un suicidio, por la calentura de la víctima de turno.
Los perjudicados por nuestro accionar casi criminal, eran por supuesto todos hombres y de cualquier edad. Algunos le pegaban en forma canchera con el borde externo del pié, por lo que salvo que tuviera sabañones o callos las consecuencias eran menores, pero algunos de pegaban de puntín y sin miramientos, lo que originaba un ¡Aaaaaaayyyyyy! estremecedor. La variedad de puteadas era realmente imperdible, aunque hay que reconocer que algunos para no pecar de boludos se marchaban impertérritos, rengueando sí, pero callados la boca.
En una oportunidad, temprano en la tarde, una de nuestras víctimas muy enojado, tiró la caja con su contenido a la calle. Quedó a un costado, cerca del lugar destinado al discurrimiento de las aguas.
Permanecíamos en nuestro escondite a la espera que transcurrieran algunos minutos, por las dudas que el iracundo shoteador estuviera merodeando por la zona a la pesca de sus victimarios; cuando imprevistamente observamos que en una bicicleta de reparto venía Justo Olguín, que tenía un mercadito por la zona de la calle Las Heras. Este buen hombre muy allegado al Club Atlanta, tenía de nacimiento el cuello doblado, apoyando prácticamente su cabeza en su clavícula derecha.
Al ver la caja Don Justo se tentó, y la encaró con la bicicleta muy confiado. El porrazo fue grande y la calentura más grande aún. Las puteadas eran desbastadoras. Le costo mucho reponerse, levantó la bicicleta y se aprestaba a continuar su marcha. En esos precisos momentos llegó inoportunamente al lugar, nuestro inefable amigo Pedrito, que nos andaba buscando y con total inocencia, le dice…
- Diga… diga, tiene el manubrio torcido –
Enojado como estaba y en la creencia que lo estaba cargando, Olguín tiró la bicicleta y lo sacó corriendo, diciéndole…
- Yo te voy a dar manubrio torcido, borrego mal educado –
Pedro corrió como nunca, Olguín también; le alcanzó a tirar tres patadas, que afortunadamente no dieron en el blanco.
Al ratito volvió el hombre resoplando por el esfuerzo, se subió a su vehículo de reparto y se marchó. Pedro esa tarde no regreso a jugar con nosotros, seguramente por el susto que se llevo.
Otra de las travesuras que nos reportaron muy buenos momentos de esparcimiento y diversión fueron las catapultas. En este caso el precursor de esta letal maquinaria de guerra fue Jorge.
El triángulo conformado por la Diagonal Solís y la calle Juan Bautista Alberdi, (hoy vivienda de la familia Laboureau) era en aquel entonces un lote tapialado. En ese predio prácticamente no podíamos jugar porque crecían unos árboles silvestres que dejaban muy poco espacio de uno a otro. Eran plantas, de escaso grosor que desarrollaban buena altura, eran muy elásticas y de corteza muy dura. De allí que Jorge ideo nuestras propias catapultas.
Doblábamos con mucho esfuerzo el árbol, hasta que su extremo superior estuviera a nuestro alcance y allí colocábamos latas vacías de distintos productos. Luego lo soltábamos y al volver violentamente a su posición natural, disparaba el proyectil a una considerable distancia.
Nuestro accionar era subrepticio para evitar cualquier tipo de represalias. Del patio de mi casa, pasábamos al patio de Mostaffa, de ahí saltábamos el tapial que lindaba con la vivienda que alquilaba la familia Loliscio y ocultos para no ser observados por los Palana, nos dirigíamos dificultosamente hasta prácticamente la esquina. Allí uno se encargaba de gatear el tapial y observar sigilosamente el paso de una posible víctima en la amplia intersección de las calles Alberdi, Belgrano y Diagonal Solís. Los otros se encargaban de cargar las catapultas.
Nuestros destinatarios favoritos eran los pibes que trabajaban en los distintos comercios del pueblo distribuyendo mercadería, que al ser tantos (prácticamente todos los negocios tenían ese servicio a domicilio) pasaban muy asiduamente por la esquina con sus negras bicicletas de reparto y sus abultados cargamentos.
Al detectar un blanco el observador nos hacía una señal para que nos preparáramos y al llegar al lugar que habíamos calculado caería nuestro proyectil nos hacía una nueva indicación para que partiera el o los disparos.
Prácticamente nunca dábamos en el blanco, pero muchas veces los impactos eran cercanos, ocasionando a los desprevenidos dependientes unos buenos sustos, por lo imprevisto y la sonoridad de los golpes.
La mayoría detenía la marcha y extrañados buscaban el origen del atentado, pero era infructuoso no quedaban rastros, ya que por cualquier eventualidad efectuados los lanzamientos, retornábamos inmediatamente al patio de mi casa.
Pero una tarde un incidente menor no privo de seguir disfrutando de este incitante juego.
Estábamos listos para eyectar un nuevo proyectil, el “Lalo” que estaba de observador, al ver la cercana presencia del “Turquito” Tamer, que trabajaba para José Di Lorenzo, nos hizo preparar y seguidamente dio la orden de disparar.
La lata pasó sobre la cabeza del repartidor y fue a caer bajo las patas del caballo que tiraba el carro con el que la Panadería “Cinco Esquinas” vendía pan y sus exquisitas tortas negras en forma ambulante a sus habituales u ocasionales clientes.
El conductor de este vehículo (si mal no recuerdo era uno de los Bogarin), se había bajado en la bicicletería de Leonardo Sbravatti sin tomar ningún tipo de precauciones; ya que el caballo muy manso, acostumbrado a las detenciones para efectuar ventas o reparto, esperaba la orden de su guía para proseguir la marcha. El equino al sentir el golpe de la lata entre sus extremidades, no se asustó, pero arrancó como si hubiera recibido la orden para ello.
El “Turquito” solidario se bajo de la bicicleta y fue a avisarle al conductor lo que había ocurrido. Al salir éste y corroborar lo que pasaba, salió corriendo tras el vehículo que lo abandonaba inexorablemente.
Las emocionantes contingencias acaecidas fueron una perdición para nosotros, ya que alertados por el “Lalo”de lo que ocurría, todos nos asomamos por sobre el tapial para no perdernos detalles. Así fuimos descubiertos y obligados a abandonar para siempre nuestras catapultas.
Fue una lástima nos divertíamos mucho y día a día estábamos perfeccionando nuestros disparos. Los que recuperaron la tranquilidad fueron los repartidores, que volvieron a transitar en paz por nuestra esquina.
Juan Carlos Cambursano
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