“¡Oh maría, tu resplandeces siempre en nuestro camino!”
Con estas palabras el Papa Francisco nos invitaba al comienzo de este año tan particular a ponernos en las manos de la Madre de Dios frente al azote de la enfermedad, el miedo y la incertidumbre. Es que María, en su vida, ha realizado la peregrinación de la fe, siguiendo los pasos de su Hijo hasta la cruz, “desde donde su maternidad se extenderá a todos los discípulos de su Hijo”. Este camino transcurrido entre alegrías y tristezas, entre gozo y llanto, ha sido, sobre todo, un camino de fe. María es aquella mujer que “conservaba todas las cosas que veía hacer y oía decir a Jesús y las meditaba en su corazón”, ella nos da a gustar de los misterios de Dios y nos acerca a su Divino Hijo para que aquellos que peregrinamos, sedientos del andar, bebamos de las fuentes de la salvación.
¿Cómo no recordar la imagen de Francisco rogando a María por el fin de la pandemia? El Papa ante la imagen de Nuestra Señora “Salud del Pueblo Romano”, en el marco de una Plaza de san Pedro desierta como nunca, las nubes y la llovizna con la que caía la tarde en la ciudad eterna y la voz del Pontífice rogando a Dios por su pueblo. Es la imagen del hijo ante su Madre: “se miran uno a otro, y el abismo de dolores de los hijos atrae el abismo de compasión de la Madre”, somos nosotros poniéndonos una vez más “bajo su amparo”. Esa misma jornada el Papa nos decía:
“Queridos hermanos y hermanas: Desde este lugar, que narra la fe pétrea de Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos a todos al Señor, a través de la intercesión de la Virgen, salud de su pueblo, estrella del mar tempestuoso. Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios. Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones.”
El Papa Francisco ruega a María Salus Populi Romani en el momento extraordinario de oración por la pandemia el 27 de marzo.
Es que cuando el Hijo se disponía a entregar su espíritu en la cruz quiso dejarnos a su Madre santísima, Madre tierna y misericordiosa, Madre de cada uno y de todos, Madre… En ella el cristiano encuentra el camino y la luz que ilumina, enciende e inflama, mientras peregrina “entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios”. También nosotros, hoy y siempre, después de haber celebrado la Solemnidad de Jesucristo Rey del universo el pasado domingo, queremos acudir a la Reina y Madre de nuestro pueblo. Nuestra patria hunde sus raíces profundas en el amor a María, y de ella puede aprender cada día a ser más amante de la vida, más respetuosa de la dignidad de cada ser humano –pobre o rico, sano o enfermo, nacido o por nacer– todos encuentran lugar en el Corazón Inmaculado de María. Un nuevo 8 de diciembre, un nuevo día de la Virgen, es una renovada oportunidad de mirar a María y en ella, en la Purísima, descubrir a Jesús. Celebrar su Inmaculada Concepción es celebrar que Dios, en María, ha preparado una digna morada para su Hijo. Esta morada también es nuestra, bajo su manto azul y blanco el pueblo Argentino halla refugio, amparo y fortaleza. Ella resplandece siempre en nuestro camino.
Terminemos dando gracias a Dios por María, porque en ella el Señor no nos ha dejado huérfanos. Una vez más oigamos al Papa que nos dice: “Como a san Juan Diego, María les da la caricia de su consuelo maternal y les dice al oído: «No se turbe tu corazón […] ¿No estoy yo aquí que soy tu madre?»”
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