Indudablemente fueron muchas las costumbres que cambiaron en estos últimos cincuenta años. Hoy en día en la mayoría de los hogares de clase media y alta se privilegia a los patios parquizados, con piletas y quinchos con parrillas para ser disfrutados confortablemente por las familias y sus allegados.
En la mitad del siglo pasado, pensando en la economía hogareña y seguramente influenciados por los hábitos de los emigrantes, la amplitud de los terrenos que rodeaban las viviendas familiares eran explotados integralmente, ya que existían gran variedad de árboles frutales y cítricos, párrales de uvas, prolijas huertas con gran diversidad de hortalizas, verduras, legumbres y especias; también estaban los clásicos gallineros y corrales para otras aves domésticas. Y sin lugar a dudas lo que le brindaba a cada casa, su detalle de distinción y belleza, eran los floridos jardines que amalgamaban con muy buen gusto aromas y colores.
Mantener prolijamente y productivamente arboledas, huertas, corrales y jardines, era un esfuerzo singular para las familias y todos aportaban su trabajo y mucha constancia para el mejor usufructo de los terrenos y de la producción avícola. La regadera, la pala y la azada eran de uso diario, ya que regar y carpir, junto con la recolección de huevos y la alimentación de las aves, eran ceremonias irrenunciables con horarios prefijados.
Cada familia tenía sus gustos propios y era todo un orgullo exhibir a las visitas los jardines, con sus canteros delimitados por ladrillos de canto y sus huertos con sus siembras simétricamente ubicadas.
Hoy el extremado cuidado de los parques, con todas las mejoras de infraestructura que se le realizan, brinda a las propiedades un marco de belleza excepcional; pero innegablemente aquellas antiguas propiedades tenían atributos que las distinguían y que han sido irremplazables, y creo que el más significativo mas allá de la calidad y tamaño de la construcciones, era el aroma que se percibía en cada hogar; notablemente diferentes de una casa a otra., especialmente en los atardeceres, después del riego diario.
Esos perfumes conjugados con los olores de la cocina casera de aquellos años, donde las esencias del propio huerto, eran condimentos infaltables, le dieron a nuestra infancia, más allá del recuerdo de personas, sucesos e imágenes, una fragancia que siempre me acompaña y que cada vez añoro más.
La variedad de plantas frutales y cítricas era amplia. Así se accedía fácilmente a duraznos, pelones, damascos, ciruelas, higos, granadas, mandarinas, naranjas, pomelos, manzanas, peras, nísperos, uvas, moras, melones, sandías, todas exquisiteces, pero sin duda para los chicos las mas deliciosas, eran las frutas ajenas.
Sí había alguien en la barra, que tenía un apego desmesurado por las frutas de los vecinos, era “Tapioca”. Conocía puntillosamente lugar por lugar, donde hallar el fruto elegido y la forma de acceder indebidamente a él.
Nos había inculcado que pedirlo era un sacrilegio, que era necesario obtenerlas furtivamente sin que el dueño se enterara, para que la fruta fuera más deliciosa aún.
Era así que la obtención de las tan apreciadas exquisiteces, eran excursiones prolijamente planificadas, conociendo horarios y costumbres de los moradores. En esas aventuras hubo éxitos y fracasos, empachos y corridas, generosidad y angurria, buenas y malas experiencias.
También “Tapioca” tenía otra condición innata, era muy, pero muy testarudo y cuando se le ponía algo entre ceja y ceja, no había forma de hacerlo desistir.
En el fondo de la casa de familia y de su negocio de venta y reparación de bicicletas, ubicado en la esquina de calles Belgrano y Juan Bautista Alberdi, el “Gringo” Leonardo Sbravatti, tenía entre otros frutales una planta de granadas que era la obsesión de “Tapioca”.
El “Gringo” buen hombre y con buena honda cono nosotros, nos había dicho que sí queríamos esa u otras frutas, que se las pidiéramos, que no había problema alguno. Pero, nos recalcó más de una vez, que no se las sacáramos sin su autorización; ya que al margen de que no le gustaba que ingresáramos sin permiso a su propiedad, en el afán de arrancarlas precipitadamente, se producía la caída de otros frutos, con la perdidas innecesarias que ello implicaba. .
Todos respetábamos esta lógica decisión, menos por supuesto nuestro obstinado y buen amigo “Tapioca”.
Sbravatti, había sido años antes un destacado deportista, registrando una muy buena campaña amateur como boxeador en categoría peso pesado, por ello su buena contextura física, agregado a su fuerte personalidad, imponía sumo respeto.
Pero ello no amedrentaba a “Tapioca”, que tozudo evaluaba todos los movimientos del “Gringo”, para poder saltar el alambrado y apoderarse de sus apreciadas granadas. No solo eso, sino que después se sentaba con nosotros para disfrutar de la fruta, frente a la bicicletería misma, para que Sbravatti lo viera y se agarrara flor de calentura.
Más de una vez el bueno de Don Leonardo, se cruzaba y nos pegaba unos retos de novela, especialmente dirigidos a” Tapioca”, pero que nosotros también ligábamos por ser sus silenciosos y pasivos cómplices.
Realmente para la barra era como ver una película de suspenso, con un final incierto. Ya que, tomada la decisión de ingresar, sufríamos enormemente por la posibilidad latente de que lo agarraran in-fraganti. Además, para lucir su arrojo, siempre esperaba que hubiera testigos de sus intentonas.
Otro que sufría era el “Chiquito” Paesani, que trabajaba con Sbravatti, en la reparación de bicicletas y era también testigo mudo de todo lo que acontecía.
Los momentos propicios para ingresar era el horario de la siesta o bien a la tarde, cuando el “Gringo” estaba atareado atendiendo a sus clientes. La rapidez de Omar era pasmosa, utilizando el lugar más vulnerable del alambrado para entrar y salir.
Cansado de las jugarretas de “Tapioca”, una tarde Don Leonardo, se nos acercó, blandiendo una varilla (aparentaba ser un rayo de la rueda de una bicicleta, forrado con goma), dirigiéndose a todos, pero mirando fijamente a “Tapioca”, nos dijo…
- Cuando agarre a alguno sin permiso, dentro de mi terreno, ¡le voy a dar tantos varillazos por el lomo que se va a acordar para toda su vida!… ¡Estamos! –
Estaba realmente enojado el “Gringo” y no era para menos. “Tapioca” temerariamente lo había desafiado y lo tomaba para el churrete. Todos asentimos, pero apenas se dio vuelta, nuestro intrépido amigo ya le estaba haciendo morisquetas.
Para demostrar que la cosa iba en serio Sbravatti, se cruzó a la sastrería de Don Adolfo Menegale para comentarle de su decisión.
Todos pensamos, aquí se terminó esta historia; todos, menos “Tapioca” que no estaba dispuesto a cesar en sus correrías, mientras quedara una sola granada disponible.
Fue así que realizó cuatro o cinco incursiones más, todas exitosas, aunque tomó la precaución de no saborearlas delante de la bicicletería.
Pero una siesta ocurrió la inevitable. El “Gringo” sacrificó su sueño, lo espero pacientemente y nuestro audaz compinche cayó en la trampa.
Como todas las siestas veraniegas, la calma era total, solamente nosotros estábamos en la calle. Permanecíamos en la precaria sombra que brindaban a esas horas los árboles de la vereda de lo Ponce de León. Sabíamos de las consignas irrenunciables que nos impusieran nuestras respectivas familias, de no jugar y de no hacer ruido, para permitir el descanso de la vecindad. Por ello permanecíamos aburridos charlando en voz baja, hasta que la veda finalizara (a partir del siguiente verano las costumbres cambiarían radicalmente con la inauguración de la pileta del Club Deportivo Sarmiento).
De pronto “Tapioca”, cansado de tanta quietud, acariciándose la panza, nos dijo…
- Tengo ganas de comerme una granadiiiiita –
- ¡Uuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu! – exclamamos todos, se había acabado la paz en aquella placida siesta estival.
Primero se acercó, miro detenidamente los movimientos de la casa, prestó atención por sí escuchaba algún ruido; nada, todo era sosiego; lo que presagiaba una incursión tranquila, sin sobresaltos. Saltó el alambrado, con absoluta facilidad como siempre. Despacio sin hacer ruido se fue acercando a la planta de granadas. Seleccionó una grande, bien madura, que ya se había partido y dejaba ver su brillante interior colorado. Para llegar a ella debía esforzarse pegando saltos, por la altura en la que se encontraba.
En esos momentos, observamos alelados, como el “Gringo” salía silenciosamente de la casa, en camiseta maya, sin ser advertido por “Tapioca”, que insistía en llegar al fruto elegido. Por fin lo alcanzó, satisfecho se dio vuelta para emprender la retirada y se encontró con el dueño de casa.
Don Leonardo lo miraba desde su buena altura, serio, ceñudo, con las manos en la cintura, de donde sobresalía airosa, su atemorizante varilla.
Cualquier otro, se habría entregado mansamente a la suerte ya echada; pero “Tapioca” con unos reflejos inauditos, realizó un amague, que desconcertó al dueño de casa, que confiado pensó tenía la situación dominada; esto le permitió retroceder y ganar unos metros de distancia. Si bien quedó acorralado, ya que Sbravatti estaba entre él y la calle, por lo menos tenía la planta de granada por medio, que le brindaba una precaria pero efectiva protección.
A esta altura, totalmente conmocionados, nos habíamos acercados al alambrado, para no perder detalles del incidente, que ya pintaba para inolvidable. La situación no era fácil para nuestro líder y no podíamos hacer nada, para ayudarlo a zafar de la azarosa cuestión que lo aquejaba.
Amagaba “Tapioca” salir corriendo, por un lado, pero ágil también el “Gringo”, fácilmente le cerraba el paso. En estos días que está de moda el rugby, “Tapioca” con sus maniobras de distracción parecía un Puma, tratando de esquivar un tackle de un fornido rival y llegar a la línea de los tries con la pelota en sus manos (en este caso tratar de llegar con la granada al alambrado).
Fueron varios los amagues y los intentos infructuosos. Hasta que Don Leonardo evidentemente con toda intención, le cedió un resquicio para que pudiera escapar, y Omar lo aprovechó. Estaba claro que si hubiera querido le podría haber llenado el lomo a varillazos, pero la intención era asustarlo definitivamente. Por eso esperó a que justo fuera a saltar, para darle con la varilla por el traste.
El salto que pegó “Tapioca” fue extraordinario, cayó derrapando en la calle de tierra, salteando olímpicamente la vereda e inexplicablemente sin perder su granada. Se paró y como una exhalación corrió a su casa.
A la tarde vimos como Don Adolfo se cruzó a charlar con el “Gringo”, por lo que espiamos fue un coloquio amigable, como si el susto y posterior varillazo, estuvieran acordados de antemano.
“Tapioca” tuvo unos días de penitencia y después no volvió a realizar sus arriesgadas incursiones. No obstante, desafiante y terco como siempre, nos dijo:
- ¡No le tengo miedo al Gringo!… no lo hago más porque mi viejo no me deja, y aparte -enfatizó- la última granada que comí me cayó re mal si ¡hasta el culo me dolía!…
Juan Carlos Cambursano
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