El sol calienta una hermosa mañana de otoño. Es domingo y la gente remolonea, retrasa la actividad cotidiana. Yo estoy yendo a cumplir con mi rutinaria caminata en el parque Avellaneda, uno de los principales espacios verdes de la ciudad de Buenos Aires. Muchas personas de la zona lo eligen para oxigenarse y realizar todo tipo de actividades. Después de caminar me quedo observando los partidos de futbol que organiza la comunidad boliviana del bajo Flores, una de las más numerosa, que también utilizan mucho el parque los fines de semana. Juegan en las canchas que dan contra la autopista, al fondo. Canchas con poco pasto y llenas de pozos, donde hay que andar adivinando el pique de la pelota. Son partidos ásperos, muy disputados, se deja todo en la cancha. Es un campeonato bien organizado. Siempre tienen preparada una mesita donde los jugadores dan el presente y muestran sus documentos. Todos los partidos se juegan con árbitro y los dos laiman con su respectiva vestimenta.
A eso de las once las hinchadas empiezan a armar una especie de campamento en los límites de la cancha. En poco tiempo todo se transforma en una fiesta multicolor. Las banderas wiphala se mezclan con las de los distintos equipos. Las camisetas son de una riqueza creativa inimaginable, todas diferentes, un festival de rayas y colores. Las familias llegan y se van acomodando. Adelante viene el hombre, con los botines atados entre sí y colgados alrededor del cuello, más atrás su Chola con los chicos ya crecidos o la huahua en la espalda envuelta en un poncho atado en su pecho. Casi todas cargan banquitos plegables de lona y una heladerita.
Hoy, después de caminar, conseguí una platea preferencial debajo de un jacarandá que resiste la caída de sus hojas. Estoy a un costado de uno de los arcos, a unos metros del córner izquierdo. Veo el partido en diagonal pero es un buen lugar porque no hay nadie parado delante. Detrás del otro arco hay una enorme bandera. Alguien la hace flamear con zigzagueantes movimientos. Es blanca y cuando logro verla extendida en su totalidad alcanzo a leer “Las Estrellas del Altiplano”.
Las letras son rojas y deben estar bordadas con lentejuelas porque cada tanto brillan intensamente. Está por empezar el segundo tiempo. De mi lado ocupa la cancha un equipo de camiseta verde con rayas amarillas. Del otro lado, de camiseta roja con las mangas y el cuello blanco están “Las Estrellas del Altiplano”. El árbitro pita y empieza el juego. No sé cómo va el partido, no importa. No soy muy futbolero pero noto enseguida una evidente superioridad en el juego de Las Estrellas. Se los ve mejor parados en la cancha, no se desarman, no se equivocan en los pases. Todo el juego pasa por el ocho que es la brújula del equipo. Un jugador al que se le nota una técnica superior al resto, uno de esos jugadores que sin correr tienen siempre la pelota. Distribuye el juego con inteligencia y hace jugar a todo el equipo. Tiene un pañuelo atado en forma de vincha. Empiezo a observarlo detenidamente y veo que es de tez blanca y más alto. Definitivamente no es boliviano o al menos no de los que estamos acostumbrados a ver. Se acerca para ejecutar un tiro libre y cuando se pone de espaldas veo que tiene una hermosa y rubia trenza que le llega casi a la cintura. No puedo salir del asombro, es una mujer, una chica de
―Jugaron un partidazo ―digo tratando de romper el hielo, pero solo logro que algunos rumeen un gracias desganado.
Camino hasta donde está la Rubia:
―Te felicito, sos un espectáculo aparte jugando ―le digo.
―Gracias señor ―me dice levantando la cabeza.
―Qué raro que nunca te vi, yo vengo siempre.
―Lo que pasa es que en este campeonato hay muchos equipos y yo hace poco que empecé.
―¿Jugas en algún otro lado?
―Hasta hace poco jugaba en Vélez pero había mucha pelea, mucha competencia, a mí no me gusta, yo juego para divertirme ―me responde.
Una Cholita le alcanza un vaso con jugo: “Para vos Papilankhu” le dice. Ella sonríe y le da las gracias.
―¿Cómo te llamás? ―le pregunto intrigado.
―Ana, pero aquí nadie me llama por mi nombre, me bautizaron Papilankhu que en aimara significa mariposa, porque dicen que cuando juego soy liviana y ágil como una mariposa. También me dicen Warakusi que significa “La que provoca admiración” ―me responde y toma un poco de jugo.
―Ah bueno… “Mariposa liviana y ágil que provoca admiración”. Seguro estás muy orgullosa con tus nombres ―me mira y se sonríe.
―Si, está bueno, pero lo que más me importa es que me dejen jugar, estoy cansada de jugar sólo entre mujeres, por eso me fui de Vélez. En el único campeonato de hombres que me dejan jugar es en este. Ellos son los que me dejan jugar ―y señala a sus compañeros ―El futbol y todos los deportes tendrían que ser mixtos ―me dice desafiante y se queda mirando qué cara pongo ante su comentario.
―No lo había pensado… estaría bueno ―le respondo y queda desubicada, sorprendida ―Viste… erraste al arco y era un penal ―le digo y nos reímos juntos.
Uno de sus compañeros me pide disculpas por interrumpir y le recuerda a Ana que el próximo domingo juegan con “Los Paceños”, que es un partido chivo, que no falte. Yo le digo que vengo a verla, que hoy se ganó un nuevo admirador y saludo con la mano. Ella me contesta con el pulgar hacia arriba.
De regreso a mi casa pienso que el mundo avanza asimétrico y vertiginoso. Que propone caminar por aristas insospechadas. “Todos los deportes tendrían que ser mixtos” había comentado Ana. Yo trato de no ser un espectador pasivo e intento armar un nuevo rompecabezas con piezas viejas y desgastadas.
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