Indudablemente el cementerio sin distinciones de época, siempre ha despertado en los pibes una fascinación muy particular. Esa mezcla de miedo a la muerte y a lo desconocido, agregado a las mil historias que surgen alrededor de ellos, siempre han estimulado sus fantasías, estableciendo una adicción llamativa al misterio y al terror.
Todos conocíamos el cementerio, ya que todos los dos de noviembre, al conmemorarse el día de los fieles difuntos, era obligación familiar concurrir al mismo en señal de memoria y respeto a los parientes y allegados fallecidos.
Por ello para esa fecha la necrópolis se convertía en un mundo de gente, con puestos de venta de flores, floreros, velas, virgencitas, crucifijos y todo lo inherente a una conmemoración tan solemne. Las viudas (como en la actualidad prevalecían 90% a 10% en relación a los viudos), se instalaban en los sepulcros (reacondicionadas y recién pintadas para la ocasión) desde muy temprano en la mañana, para recibir el saludo de hijos y nietos. Concurrían pertrechadas como para pasar todo el día; eran muy estrictas y si al fin del día al pasar lista, verificaban que algún hijo había faltado, eran significativas las represalias familiares que padecería. Ni siquiera que el hijo estuviera haciendo la colimba en Las Lajas era justificativo, por lo que solamente Dios y el finadito podían perdonarlo.
Para algunos chicos era día de trabajo, ya que el acarreo de agua les significaba monedas de propina, pero para la mayoría era un día especial para jugar, ya que el marco resultaba muy atractivo y sorprendente.
Aún en esos años no se habían construido ni la Ruta 50 ni la Ruta 7, y el camino que unía el pueblo con el cementerio, era utilizado como trazo alternativo (camino del ombú) para ir a L.N. Alem, o al igual que en la actualidad para desplazarse a El Dorado, Triunvirato y Lincoln.
Muchas veces habíamos amenazado con ir de noche al cementerio, pero no pasaba de amagues, ya que, al momento de decidirnos, la mayoría reculaba.
El que más insistía en ir era Emilio, dado que, en su condición de hijo y sobrino de sepultureros, era habitué del cementerio y todo un experto en todo a lo que a el concernía.
Una noche de verano, tanto insistir resolvimos realizar la excitante excursión, previa algunas deserciones y sin conocimiento de nuestros respectivos progenitores.
Realmente era una experiencia temeraria, ya que el camino de tierra que conducía al cementerio era una verdadera boca de lobo. La última luz que se apreciaba, era la correspondiente al boliche de Salmerón, frente a la rural de allí en adelante y hasta el mismo campo santo todo era oscuridad.
De boca para afuera todo era lindo, risas forzadas, comentarios jocosos, chistes burdos y un sinfín de sandeces para tratar de distendernos y atenuar la incertidumbre de lo que se venía.
Interiormente todos sentíamos pavor y estoy seguro que si alguno decía -me vuelvo-, todos nos volvíamos.
No sé si por ansiedad o para disimular las sensaciones indescriptibles que vivíamos comenzamos a trotar y luego prácticamente a correr hacia nuestro inquietante destino. Cuando alguno se cansaba, caminábamos un rato y luego reanudábamos la carrera. Todo era silencio, solamente el ladrido de algún perro y el croar de las ranas en las zanjas eran nuestras compañías. Afortunadamente era una noche estrellada, lo que facilitaba nuestro desplazamiento. Íbamos todos juntos, Emilio y el Nego encabezaban el grupo.
Llegamos caminando, nadie hablaba, nos embargaba un sobrecogimiento indefinible, mirábamos recelosos para un lado y otro. Ya en el portón Emilio despaciosamente nos preguntó si queríamos entrar. No tuvo quórum su inquietud.
Nos aprestábamos a regresar, cuando advertimos que una luz se acercaba por el camino del ombú.
- La luz mala- dijo alarmado Pedrito.
- No pelotudo, es una moto –le respondió categórico “Tapioca”.
Efectivamente se acercaba una motocicleta y creativo como siempre el “Nego” dijo: – ¡¡¡vamos a asustarlo!!!
Ahí nomás de grandes asustados, nos convertimos en grandes asustadores. Agarramos calas y otras flores que estaban en el tacho de la basura, y nos repartimos cuatro y cuatro a cada vera del camino cuerpo a tierra.
Brrrr…brrr…brrr… se sentía la motito Puma, motor Sachs, de 100 cc, hasta que llegó a la altura donde nos encontrábamos ocultos. Salimos todos de golpe, con el uuuuuuuuuhhhhhhhh… clásico que habíamos escuchado muchas veces en las películas de terror, a la par que le arrojábamos las maltrechas flores que habíamos recogido.
Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr…puf…puf… hizo la moto. El conductor ante el imprevisto, la aceleró violentamente, la ahogó y lamentablemente para él se detuvo. No intento hacerla arrancar de nuevo, la dejo tirada en el camino y salio corriendo despavorido para el pueblo.
Nos olvidamos definitivamente de donde nos encontrábamos y festejamos ruidosamente el éxito de nuestra travesura. Hasta que Jorge reflexivo como siempre nos dijo…
- ¿y si vuelve con la Policía? –
Se nos acabaron las risas y sin acuerdo previo comenzamos a correr de regreso.
Al llegar al horno de Marturano (hoy quinta de la familia Miniscarco), observamos alarmados que venía en sentido contrario un automóvil. Por lo que doblamos de inmediato y siempre corriendo por el camino vecinal allí existente. Vimos pasar el vehículo, no supimos discernir si era el Jeep de la Comisaría u otro automotor y decidimos por precaución seguir el itinerario por esa calle, para luego desembocar en la feria de Veníani.
Ya relajados, caminábamos a paso vivo para llegar lo más rápido posible a nuestros respectivos hogares para evitar los lógicos reproches por volver tarde, a la par que comentábamos excitados las peripecias vividas.
Restarían unos doscientos metros para llegar a la actual calle Emilio Mitre, en el tramo que une el paso nivel del ex F.C. G. S. Martín con la Rural, cuando vimos estacionado un automóvil con las luces apagadas. Pegar la vuelta era impensado por la tardanza y los posibles riesgos que ello implicaría. Por lo que prácticamente sin hablar decidimos seguir adelante.
Lo primero que distinguimos fue un traste blanco que se movía rítmicamente, tenía los pantalones en los tobillos, y el motivo de su dedicación estaba sobre el capot de un Siam Di Tella 1500 color negro.
El camino era angosto y dado el estacionamiento del rodado, tuvimos que encolumnarnos para pasar por el lugar. El primero de la fila era el “Pilo” que serio y circunspecto como siempre, atinó a decirle al hombre…
– ¡Buenas noches!
A la par que iba disminuyendo el excitante ritmo del individuo, nosotros fuimos pasando uno a uno, saludando todos cortésmente…
– ¡Buenas noches!… ¡Buenas noches!… ¡Buenas noches!…
El único que casi detuvo la marcha, para mirar boquiabierto el espectáculo, fue Pedrito, pero el “Negro” que venía detrás, le propinó un empujón para que continuara el camino.
Cuando termino de pasar el último de la hilera, el hasta hacía unos segundos efusivo caballero, había detenido totalmente su subyugante movimiento, quedando perplejo por nuestra inoportuna presencia.
Su pareja, que, al momento de iniciar nuestra caravana, tenía semi oculto el rostro con su pollera, al escuchar el primer ¡Buenas noches!, se lo tapó íntegramente para no ser reconocida.
Continuamos nuestros pasos en silencio, seguramente todos procesando el cúmulo de emociones vividas en esa noche.
Nuestros pensamientos fueron interrumpidos por Pedro, que aún conmocionado dijo…
- ¿Me parece que estaban co… – no alcanzó a terminar la frase, ya que recibió varios coscorrones?
Seguimos nuestro camino, pasamos corriendo la Avenida 9 de Julio, dejamos a Emilio, en su casa frente a la Rural, doblamos en la calle Juan B. Alberdi para volver a nuestro punto de partida.
Ya en la entrañable esquina que nos servía de punto de reunión, Jorge todo un filósofo dijo…
- ¡Que cerca esta la vida de la muerte! ¿no les parece…?
Juan Carlos Cambursano
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