Era noviembre y pese a que Catalina llegaría a nuestras vidas en enero 2020, nos miramos con Belu, mi mujer, y supimos con entendimiento común que el doctor Mario sería el pediatra de la persona que cambiaría nuestras vidas. Supimos ese mismo día que era el médico que cuidó los primeros pasos de los hijos de Virginia Goñi, que Cata Medrano y Vane Guida confiaban a Vicente en él. Hubo empatía, consecuencia de la buena comunicación. Caminando en el atardecer de una Buenos Aires ruidosa, en la esquina inmediata al Centro Rossi supimos que lo queríamos a Mario en nuestro equipo. Y no dudamos en sugerirlo a Juancito Monasterio y Romi para su hija Ignacia, que llegó dos meses más tarde que Cata pero que adelantó su arribo al mundo.
A las 12.05 de un caluroso 18 de enero de 2020, Cata puso el mojón más importante en nuestro caminar. 3,728 gramos. Parto natural. Llegar con 9 de dilatación y presentar papeles y documentación. Pese a toda la info previa, acá no te conocen. Me perseguían los recuerdos de los nacimientos de mis sobrinas en la clínica de la calle Los Andes coqueteando con la Avenida Dünkler en los tramos finales del pueblo, de Martín Noblía y Guillermo Dabat. Cierta tradición familiar que luego se cortó prefería aguardar la luz celeste o rosa, en una suerte de chance casinesca para saber si era nena o varón. O la llegada del último sobrino, en el Viejo Hospital, en una madrugada de enero. Y nosotros aguardando en la inmensidad de la noche, en el medio de sapos, que aprovechaban el calor de ese verano de 2001.
Hoy es sábado 18 de abril y nuestra amada cumple 3 meses. Estos días de aislamiento social, pese a todas las complejidades, nos aunaron el compartir familiar casi a puertas cerradas. Las visitas familiares y sociales se cortaron abruptamente y las únicas aireadas son una vez a la semana en la terraza o ir en busca de víveres por el barrio.
En el cónclave familiar dirimido por Whats app habíamos consensuado reunirnos en Vedia para Semana Santa y aprovechar para que Cata estuviese en brazos de todo el círculo: los neuquinos, los sangregoriense rosarinos, ideal para completar la mesa larga del reencuentro tal como hicimos cuando nació Fausti (mi sobrino nieto). Pero no pudo ser. Es raro esto para un vediense en Baires, pasar más de 4 meses sin ir a tu pago chico, cuando tu vieja abre la puerta apenas detuviste el auto, sin saborear un asado con amigos o familiares, sin aprovechar un atardecer a raquetazo mientras el sol se mete por el Boulevard de la avenida Solari, sin matear a media tarde con tus afectos, sin el cafecito de media mañana en el bar. O la tertulia del domingo antes de la franja del mediodía, con charlas cebadas con el cuñado mientras agita el fuego, contando proyectos del mediano horizonte.
Se extraña el olor del pasto, o de la tierra mojada después de una tormenta de verano, o ver como el forastero focaliza con ojos de lince para no pisar un sapo en la oscuridad. Se echa de menos el entrar sin golpear, el olor a humo de la previa a quemar algo en la parrilla, la parsimonia de un andar en bicicleta, el caminar por la calle en vez de la vereda, el salir a las 10 para un mandado y hacer varias paradas para un abrazo y un cómo andás tanto tiempo…
Confieso que me hubiera gustado hacer dormir a Cata en el deambular del auto a menos de 10 kilómetros por hora, siguiendo la hoja de la vuelta al chupetín, reproduciendo ese viejo ritual que muchos porteños no logran desentrañar.
Acá en este rincón de Palermo, solemos mirar por la tarde -con Cata y mamá- a través de la ventana que da al pulmón de la manzana. Rara socialización a distancia: la mujer que lee en un balcón, el flaco que fortalece bíceps en sus sesiones diarias, la señora que pretende bajar (o mantener de peso) a fuerza de dar vueltas en un cuadrado de 4 metros, la que aprovecha las últimas entibiadas de sol en este renacer otoñal. A las 21, y con la ventana semi abierta se cuelan los aplausos a los laburantes de la salud y –religiosamente- un vecino agita a las 21.01 “Vamoooo Albertooooo”. Hubo algunos días de mini cacerolas y una mujer más fogoneada salía fervorosa a las 21.30, tal como pregonaban las redes sociales; pero ella misma se apagó rápidamente y se guardó sin más preámbulos.
Por estos días no hay mate compartido a media mañana en el trabajo con mi comadre. Lo tomo solo antes de que Belu y Cata pueden desperezar luego de una noche de teta y asistencia. Entre llamados y laburo periodístico, aprovecho a balbucear con Cata en mis brazos o en su mecedora. Si miro el medio vaso lleno, no debo esperar a las 6 de la tarde para volver a mimarla.
¿Te acordás que comencé hablando del doc? Bueno, esta semana pudimos volver al chequeo mensual para comprobar cómo viene creciendo. Nos había atravesado la semi amarga noticia de un livianito aumento de peso cuando cumplió los primeros 60 días. Hice pequeña inteligencia con Cata Medrano que habían estado el día anterior, porque el protocolo decía que debía entrar un solo mapadre. Él se había quedado fuera. No me dio margen para interpelar a Mario y también me conformé con esperar desde la calle.
A esa altura del día, la intersección de Paraguay y Julián Álvarez -en donde está la pediatría- parece murmurar. Queda lejos el bullicio al que nos tiene acostumbrados en cada visita. Mi mujer pone en videoconferencia para chequear el peso: ahora Cata está en 5,200 gramos y eso dice que aumentó un kilo. El taxista que justo se detiene en el semáforo me mira con cara de qué le pasa a este loco, porque yo agito los brazos y a través de un improvisado tapaboca comienzo a los gritos con un “vamoooooooooo”. En la pantalla veo al doc Mario y Belu agitando los brazos y me mira a la cámara y me cierra el puño en señal de victoria. La empatía es una actitud de conocer la necesidad del otro. Sabíamos que seríamos equipo. No nos equivocamos aquel atardecer de noviembre. Hay buena comunicación. Aunque sea a través de una señal entrecortada de una videollamada. Tiempos de pandemia. Ya volveremos a abrazarnos.
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