En las noches de carnaval, prácticamente no cenábamos y el inicio de los corsos, nos sorprendía reunidos a los integrantes de la barra, en la esquina de Juan Bautista Alberdi y Avenida Rodolfo Dunckler.
Algunos de los chicos se sentaban en las mesas mejores ubicadas, para reservarles al lugar a sus respectivas familias. Al arribo de estas, se unían a nosotros para conformar una pequeña patota de traviesos energúmenos, que disfrutaban enormemente de esas festividades.
Una noche a causa de un incidente involuntario, varios tuvimos que irnos lamentablemente a dormir más temprano, con el corso en su apogeo. En aquella oportunidad se había producido una verdadera invasión de sapos, nosotros vestidos para la ocasión, con camisa, moño o corbata al cuello, pantalón corto sujeto con cinto de cuero, soquetes al tono, calzando zapatos “Paso Doble” y con el pelo bien duro, fruto de la sobrecarga de las gominas “York” o “Brancato”, nos estábamos haciendo un verdadero festín, pateándolos con gran entusiasmo en dirección a las chicas que circulaban por la Avenida.
Por supuesto que los sapos surcando violentamente la calle entre las piernas de la gente, causaban una conmoción que nos encantaba. Recibíamos puteadas de todo calibre, que, en vez de sosegarnos, nos hacían redoblar el esfuerzo, para embromarlos un poco más.
En uno de esos pases de sapos que nos hacíamos, Pedro, que era el rey del puntín, le aplicó un soberbio puntinazo a uno bien rechoncho y este emprendió vuelo. El aterrizaje fue sobre una mesa de chapa ubicada frente al Car-Vic, ocupada por dos románticas parejitas. Comprobamos que una de las chicas le tenía pánico al batracio, por el alarido y el saltó que pegó. La otra quedó paralizada y muda, mojándose su pollera con el contenido de las botellas que el sapo había volteado. Uno de los jóvenes trataba de calmar a su chica que cada vez gritaba más, el otro trataba de parar botellas y vasos, sin tocar al sapito que los miraba impávido, desde su privilegiada ubicación. Por lo visto todos le tenían asco al pobre bicho, por que había muchos movimientos a su alrededor, pero nadie se atrevía a desalojarlo del lugar. Hasta que vino un mozo y con una madera lo arrojó nuevamente a la calle.
Habíamos seguido expectantes todos los acontecimientos, pero retrocediendo paso a paso, por qué sabíamos lo que se venía. Efectivamente, pasada la conmoción, los dos muchachos, dirigieron su atención en nosotros, se olvidaron de sus aún aturdidas parejas y enfilaron con muchas energías en nuestra dirección. Tácticamente fuimos inteligentes al emprender la huída, ya que nos dispersamos en distintas direcciones; algunos estuvieron cerca de recibir un coscorrón o patadas en el traste, pero por suerte todos salimos indemnes. Por supuesto que el escándalo fue grande y llegó a conocimiento de nuestros respectivos progenitores. Todos fuimos sancionados, algunos, como en mi caso, expulsados de los corsos, otros obligados a sentarse en la mesa que ocupaba la familia, imposibilitados de moverse de allí.
Por ello los sapos se hicieron dueños de la noche, ya que nadie los combatió y nosotros –injustamente sancionados- dueños de una gran amargura, privados de seguir disfrutando del carnaval.
En aquellos tan lindos años, la gente del campo (especialmente los tamberos) concurría a los corsos en sulkis o en carros, según la cantidad de componentes de las familias. En la esquina del Mercado “Vedia” de Don Emilio Mostaffa, sobre la Avenida Dunckler había un palenque para sujetar las riendas de estos vehículos a tracción a sangre. Al estar allí ubicadas mesas, sillas y ser zona de circulación de los concurrentes al corso, debían estacionar sobre la calle Juan Bautista Alberdi, utilizando para atar las riendas los árboles ubicados sobre ambas aceras. Esto y la larga extensión de los corsos, originaba por supuesto una abundante bosteada y evacuación liquida de los equinos, que convertían a nuestra calle y veredas, en un mal oliente y poco higiénico lugar, perturbando parte de nuestros juegos y aventuras.
Cavilábamos sobre ésta problemática una tarde previa a una noche de esta festividad, sufriendo de antemano por el poco gratificante espectáculo que nos esperaría la mañana siguiente.
- ¡Tenemos que hacer algo con los sulkis! – dijo el “Nego”, muy compungido.
Todos asentimos, pero realmente no sabíamos que hacer, para terminar con ese verdadero martirio. Hasta que el “Pilo” enigmático como siempre, y en voz bajo dijo…
– A mí me contaron una historia con los sulkis- y nos contó con un entusiasmo desacostumbrado en él, lo que le habían narrado. Escuchamos atentamente y decidimos por exclamación repetir esa misma noche, la experiencia en cuestión.
Pero “Tapioca” reflexivo como siempre nos dijo…
- Esta noche no nos conviene, primero tenemos que estudiar bien el terreno y recién mañana a la noche lo hacemos ¿Qué les parece?…
Pese a la excitación y el entusiasmo que teníamos, consideramos oportuno acatar la decisión de nuestro caudillo.
Y así lo hicimos, esa noche durante los corsos, miramos los sulkys estacionados, cómo ataban las riendas en los árboles y la poca atención que la gente les brindaba, ocupada en no perderse detalles de la festividad en cuestión. Al finalizar la misma, observamos cual era el vehículo que se iba primero, seguramente urgidos sus ocupantes por hacer el tambo.
A la noche señalada, verificamos que prácticamente eran los mismos vehículos los que estaban estacionados, entre ellos el que se había retirado primero de los corsos en la noche anterior. Estaba ubicado en la última planta que correspondía a la vereda del Car-Vic, próximo al portón que permitía el acceso a la pista de baile, sobre la calle Juan B. Alberdi.
A las 23,45 horas, es decir faltando quince minutos para cierre de los corsos, desatamos las riendas del sulky que estaba sujeto a la planta anterior y se las atamos en el que estimamos, primero abandonaría el lugar. Más precisamente del portaequipaje que estos vehículos traían detrás del asiento, para llevar esencialmente mercadería. Por supuesto que el equino, ni se mosqueo, quedando en la misma posición.
Después realizamos la misma maniobra con el sulky atado a la planta subsiguiente, quedando sus riendas atadas al portaequipaje del segundo vehículo. También en este caso, el caballo permaneció inmutable.
Nos pareció imprudente, por la cercanía del corso, concretar similar maniobra con el último de estos carruajes estacionado sobre esa vereda, por lo que resultó indemne a nuestra travesura.
Nos quedamos en la vidriera de la peluquería de mi viejo, expectantes para presenciar los acontecimientos que se avecinaban.
No habían llegado aún las 12 de la noche y la misma pareja que había abandonado presurosa los corsos la noche anterior, era nuevamente la primera en retirarse a su domicilio. El plan funcionaba.
Efectivamente, llegaron a su sulky y desataron las riendas de la planta. Sin advertir nada raro, se subieron al vehículo, enfilaron en dirección a la calle Belgrano y se escuchó el característico sonido labial para azuzar al animal a que comience la marcha.
Arrancaron, y simultáneamente en caravana iniciaron la marcha los tres sulkys. Sorpresa en los ocupantes del primer vehículo y alegría desbordante en todos nosotros. El pobre hombre logró con sapiencia detener la marcha de los tres carruajes al llegar a la altura de la casa de “Tapioca”. Le había dado las riendas a su mujer y parado con los brazos en la cintura, miraba incrédulo a los dos sulkys sin ocupantes que lo seguían; los dos equinos le devolvían las miradas, atentos a sus órdenes.
Se bajó, desató las riendas del primer vehículo atado al suyo, para llevarlos a su lugar de origen. En esos momentos terminaron los corsos y comenzó a dispersarse la gente; muchas de ellas lo hacían por la calle en cuestión, y todos miraban extrañados como este buen hombre venía en sentido contrario con los dos sulkys a la rastra. Indudablemente no le era fácil, ya que entre la bomba que habían tirado por el cierre de los corsos y la gente que cruzaban, los dos caballos estaban bastante nerviosos. Además, en esos apenas cuarenta o cincuenta metros tuvo que dar mil explicaciones (especialmente a los propietarios de los otros dos sulkys) y aguantar un montón de cargadas.
Decir que el damnificado de nuestra travesura estaba furioso era poco. Realmente estaba recaliente y presumíamos, que en caso de enterarse quienes eran los autores de la insólita fechoría, las represalias podían resultar inconmensurables. Por ello permanecimos quietitos, sin dejar traslucir sospecha alguna. Por las dudas nos juramentamos no comentar a nadie semejante diablura.
En la próxima noche de corso, volvió la normalidad, y los sulkys siguieron ocupando esos lugares; salvo el hombre aquel, que no volvió a estacionar en las inmediaciones. Por las dudas no repetimos la gratificante experiencia.
En los principios de los años sesenta, hubo un disfrazado que tenía en ascuas a todos los chicos. Estaba excepcionalmente caracterizado de indio y actuaba en forma tal que despertaba realmente miedo.
Era un muchacho de alrededor de poco más de veinte años, (cuya identidad nunca conocí), que vestía, como los indígenas de estas pampas, solamente con un tapa rabo de cuero. Estaba armado con lanza y boleadoras, movilizándose con un caballo ataviado al auténtico estilo indio.
Utilizaba el pelo largo en forma idéntica a nuestros antepasados autóctonos y la cara pintada como un guerrero. No usaba antifaz y era sin lugar a dudas una de las mejores representaciones de un indio que he visto en mi vida.
Desentonaba en los corsos, donde todo era bullicio y alegría, él circulaba serio, sin decir una palabra, totalmente inmiscuido en su personaje. Por todos lados era pitos y matracas, pero cuando él pasaba se hacia un silencio sobrecogedor. Hasta el caballo parecía identificado con el indio, siendo un perfecto complemento del disfraz.
Durante todas las noches de carnaval, no tuvo una sola actitud que se saliera de su papel, tampoco dijo una sola palabra, ni efectuó ninguna de las exclamaciones propias de los indios. Se limitó a representar con exactitud, a un indio receloso, desconfiado, presto a atacar de vislumbrar cualquier amenaza.
Nosotros en nuestra febril imaginación, estábamos convencidos de que era un indio auténtico, otros con mayor coherencia decían que era un descendiente de aquellos ilustres antepasados y otros mas delirantes decían que era un resucitado que procuraba reivindicar a su raza.
Indudablemente este muchacho estaba totalmente metido en el personaje, puesto que, finalizado los corsos, seguía hasta altas horas de la madrugada disfrazado, recorriendo las calles de Vedia con su caballo, con una sola finalidad asustar a la gente. No hacía nada, pero su sola presencia sorpresiva, en los lugares más insospechados julepeaba a más de uno.
Su inminente presencia, había roto unas de nuestras rutinas favoritas, ir de baile en baile a curiosear. Es decir, podíamos ir del Cine al Club Atlanta, pero nos aterraba ir hasta el Club Sarmiento, ya que en aquel entonces el asfalto terminaba en 9 de Julio y Belgrano y no había la iluminación de hoy en día.
No fuimos las primeras noches, pero después la ansiedad pudo más, nos envalentonamos y a instancias del “Nego” que era el más corajudo, para allí marchamos. De la esquina que había sido propiedad de Charras Gache, que en esos tiempos ocupaba Juan Folis y donde actualmente se encuentra la Estación de Servicio YPF propiedad de la familia Tognoli hasta el Club, fuimos corriendo por el medio de la calle.
Llegamos indemnes, y felices disfrutamos de la alegría de los jóvenes, que se divertían en el salón de fiestas, con selectas grabaciones de moda en ésos días (comenzaba la nueva ola). Todo muy lindo, pero teníamos que volver.
Salimos afuera del Club y nos aprestábamos a salir nuevamente corriendo hasta la Avenida Dunckler. Pero el “Nego” arriesgado como siempre nos dijo, señalando la calle La Rioja en dirección a Almirante Brown.
- No sean cagones, ¡vamos por acá! –
Viendo que la calle era una total boca de lobo, ninguno aceptó el convite. Insistió, pero todos, hasta los más grandes, se mantuvieron en la negativa.
- Bueno, ¡no importa!, me voy solo- dijo, no muy decidido, pero pretendiendo resaltar su valor.
Y efectivamente, comenzó a caminar en la oscuridad, ante nuestras miradas expectantes. Había transitado hasta la altura de finalización de las instalaciones del Club, cuando allí silenciosamente, de detrás de un árbol, se le apareció el indio montado en su caballo.
Quedamos todos paralizados y el “Nego” más que todos. Sin perder de vista al disfrazado, comenzó a retroceder. El indio, el “Nego”, nosotros y hasta el caballo, todos permanecíamos en silencio, solo se escuchaba de fondo la música y el jolgorio proveniente del baile. Prosiguió retrocediendo lentamente nuestro amigo, en tanto que el jinete y su animal, avanzaban también muy despaciosamente.
Inexplicablemente en vez de salir corriendo, permanecíamos en el medio de la calle, esperando por la suerte del “Nego”. En el momento en que prácticamente llegaba, siempre retrocediendo, a nuestra altura; sorpresivamente sin decir una palabra, el indio blandió enérgicamente su lanza y la elevo como una señal de guerra. Ahí sí todos gritamos y se armó un zafarrancho de la gran siete. No fue una retirada ordenada fue un desbande total.
Yo opté espontáneamente por regresar vertiginosamente al Club; mientras corría miré hacia atrás y vi por primera vez al indio esbozar una amplia sonrisa.
Juan Carlos Cambursano
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