Reiteradamente en mis relatos anteriores, he hecho referencias a las peleas entre los pibes; ello haría pensar que todos éramos violentos, pendencieros o camorreros. Si bien, hay que reconocerle una incontrastable veracidad a esas calificaciones, creo que existen múltiples paliativos que convierten a aquellas rencillas y a sus participes en interpretes solidarios de una realidad muy digna, donde todo se solucionaba varonilmente, sin tapujos, donde la lealtad y la amistad eran bastiones inexpugnables e incluso las rivalidades mas exacerbadas, tenían un alto vuelo en lo que se refiere a respeto y consideración mutua.
Creo que las características de los altercados – siempre a mano limpia- era una señal inequívoca que no que no se pretendía lastimar al rival, la cuestión era ganarle en buena ley, sin ventajas y decir simplemente “lo pude”.
Por otra parte generalmente (había algunas excepciones), las peleas eran entre contendientes parejos en edad y físico. Ventajear con estas cuestiones, estaba muy mal visto y las represalias podían ser muy severas. “Aprovecharse” era una mala palabra y siempre aparecía algún allegado a la víctima, para hacer justicia.
Corrientemente las reyertas comenzaban a las piñas y si no había una preponderancia importante de uno de las participes en los primeros escarceos, siempre terminaban en encarnizados cuerpo a cuerpo, con revolcones extraordinarios que se extendían por un lapso prolongado de tiempo. Incluso en oportunidades alargaban su enfrentamiento, a una distancia considerable de donde se había iniciado. Siempre rodeados de partidarios de uno ú otro rival. No era raro que el enfrentamiento se generalizara entre los amigos de las partes.
También era común, que extenuados pararan a recobrar fuerzas, y luego de un chicaneo reciproco, volver al combate con renovados bríos.
Era ilógico, pero también muy común, que dos feroces adversarios, apenas horas después de una inolvidable pelea, se sentaran sin rencores juntos en el cine, para ver justamente una película de mucha acción.
Los motivos de las peleas eran varios, tal vez el principal y que el ofendido nunca podía evadir por una cuestión de honor, sin medir edad ni contextura del rival, eran los insultos que afectaban a su madre y en menor medida los destinados a la o a las hermanas.
Se daba una caso curioso, había pibes que reaccionaban rabiosos cuando le decían el clásico y reprochadísimo “hijo de p…”, pero en cambio al no entender el alcance de la ofensa, no le producía alteración alguna que le dijeran “la p… que te parió”. Algunos se enteraron en forma muy traumática de la similitud de ambas injurias y esto aconteció cuando fueron ellos los que formularon esas groseras apreciaciones y originaron reacciones inusitadamente violentas por parte del incomodado. Al pedir explicaciones, quedaron totalmente sorprendidos y atesoraron para siempre el significado de tan desatinado agravio.
Cada uno de los pibes, teníamos de antagonista a otro pibe. Era obligación tenerle “rabia” a otro chico. La pregunta común en reunión de purretes, era ¿a quién le tenés rabia vos? Si llegabas a decir que a nadie, te miraban como a un marciano y te trataban de maricón.
Una de las leyes no escritas, era de que cuando te cruzabas con el pibe que le tenías rabia, te tenías que pelear si o sí, tuvieras o no tuvieras ganas. Así se producían peleas a la salida del colegio, a la entrada del cine, cuando hacías un mandado, en la canchita, en la plaza o donde fuere. Esto claro que, cuando la bronca era reciproca.
Era habitual en algunos chicos, cuyos festejos de cumpleaños solían ser aburridos, invitar a alguna pareja de enemigos acérrimos, para poder entretener a la concurrencia con la pelea que inevitablemente tarde o temprano se produciría.
Los más pacíficos preferían tenerle “rabia”, a otros mansos que vivían en otros barrios, con los que nunca se cruzaban y que por otra parte ignoraban totalmente la existencia de esta rivalidad.
Se daba el caso de algunos pibes bravos, que con tal de pelear les tenían rabia a tres o cuatro chicos y por el contrario había chicos flojos para lidiar, a los que les tenían “rabia” varios pibes, por lo llevadero que era pelear con ellos.
Estaban los clásicos cizañeros, que llevaban minuciosamente el detalle de quien le tenía rabia a quien, para mencionarlo en el momento oportuno y obligar a la pelea. A veces no actualizaba su información y los involucrados ya se habían reconciliado, por ello tomaban represalias contra el poco prestigioso “mete púas”.
Caso paradigmático la de un gran amigo mío, lamentablemente, ya fallecido, cansado de perder con el “Cacho” su encarnizado rival, en actitud poco loable, contrató a dos sicarios (previo pago de alfajores y chocolatines), para que lo defendieran y en caso de ser necesario tomaran represalias contra su contrincante. Todo marchaba excepcionalmente bien, ya que su archí enemigo ni se le acercaba; pero un día, por cuestiones económicas, no cumplió con el compromiso contraído. Se le empacaron sus esbirros y le informaron inmediatamente al “Cacho” de la huelga de brazos caídos. Las consecuencias fueron nefastas y la paliza inolvidable. Luego tuvo que duplicar el incentivo a sus defensores profesionales para que lo protegieran y así poder circular con tranquilidad.
Era duro perder seguido, ya que a la par de que uno se achicaba, el rival se agrandaba ostensiblemente. La cuestión era esquivarlo para evitar un nuevo traspié. Así se daba, que un mandado que normalmente podía durar diez minutos, podía extenderse inusitadamente, ya que había que realizar múltiples rodeos para evadir un posible encuentro con el contrincante en cuestión. Lo peor era cambiar de hábitos, ya que el agrandado, procuraba ubicarte en los lugares que habitualmente te movías, para aprovechar a full la buena racha. No era muy decoroso, pero algunos pibes preferían amigarse con su otrora enemigo, y buscar rivales más accesibles.
Por el contrario hubo excepcionales muchachos, que prácticamente nunca ganaron una disputa; no obstante ello, dignos y tozudos, nunca esquivaron el enfrentamiento. Ello le significaba el reconocimiento generalizado de sus pares y hasta de su propio rival; que optaba ante tanta nobleza y valentía, en propiciar una afianzada amistad.
Otro motivo de pelea habitual era la cargada. Había chicos muy zorros y con mucho inventiva para poner sobrenombres (muchos de ellos perduran inalterables pese el transcurrir de los años). Estos apelativos a veces le caían bien al pibe, pero en otros casos le originaba un disgusto enorme y con ello una desproporcionada reacción que terminaba lógicamente a las trompadas.
También estábamos los “calentones”, a los que con media manija, nos hacían engranar fácilmente.
Recuerdo que en oportunidades venía a jugar con nosotros, un pibe que vivía en la calle Sarmiento cerca de nuestro barrio (actualmente reside en Leandro N. Alem). Una tarde charlando de distintas hazañas, se fue de boca y nos contó que saltaba el tapial de su casa y le comía los higos al vecino. Rápidos de reflejos, “Tapioca” y el “Nego” lo bautizaron “Higo Ajeno”. Y así quedó, pero indudablemente a éste buen muchacho, tal apodo no le caía bien. Así que nuestros amigos mayores, se lo manifestaban seguido; en cambio nosotros los más chicos nos cuidábamos, ya que era un poco más grande y muy aguerrido para las piñas.
En los primeros años del primario, teníamos de compañero de grado, a un chico de apellido Constantino – hijo del jefe de la entonces Usina – era muy buen chico, muy inteligente y capaz. Padecía de cierta dificultad para expresarse verbalmente, lo que le significaba pronunciar los nombres y apellidos erróneamente. A mí por ejemplo me decía Tarabusano, en vez de Cambursano, y cuando ya fuimos más amigos me nombraba como “Tarabusanito”. Por supuesto que de él lo aceptaba gustosamente, pero había algunos que lo usufructuaban para cargarme. Con el traslado de su padre a Carmen de Areco, este inolvidable pibe también se fue de Vedia, dejando un querido recuerdo entre todos sus compañeros.
Con el paso de los años, todos se olvidaron de aquella identificación y de la cargada, menos el “Pata”. Este también excelente compañero y mejor tipo (desgraciadamente también fallecido hace ya un tiempo), le gustaba hacerme calentar, recordándome esa fallida forma de pronunciar mi apellido. Era una constante y pese a que se le había advertido reiteradamente seguía recurrente con su agotadora cantinela. Para colmo en el salón se sentaba detrás de mí y en la fila también formaba después que yo. Un recreo exploté y armamos una pelea memorable, comenzamos en un rincón del patio de baldosas y terminamos en la tierra, revolcados debajo de los árboles. Nunca más me cargó.
Ya hombres, cuando nos encontrábamos solía decirme “Tarabusanito”, pero ya no lo hacía cargándome; lo decía afectuosamente, fruto de la muy buena relación que manteníamos. Sentí mucho su prematura desaparición.
En nuestro barrio, el líder en materia de boxeo era “Tapioca”; pero en verdad no éramos muy peleadores. Por ejemplo entre los mayores “Pilo”, Jorge y Emilio, eran tranquilos y no proclives a las reyertas. El “Nego” no las rehuía y era fiel ladero de Omar. De los más chicos solamente Pedro y yo, teníamos cierta tendencia bélica. El que era cazcarriento y busca líos era el “Emilito”; encaraba empresas muy difíciles y en varias oportunidades tuvimos que intervenir para hacerlo zafar de situaciones verdaderamente complicadas.
En cambio en nuestro barrio vecino el “9 de Julio” había varios con apego a las piñas. Quizás el caso más emblemático era “Juanchi” De Biasi (seguramente una de las personas más éticas que he conocido en mi vida). Este pibe -ya tenía cepas de bueno en aquellos años- peleaba frecuentemente por las suyas, pero como un paladín de la justicia, también defendía a los más chicos, a los más débiles y por toda otra causa que consideraba justa. De allí que mantenía un buen promedio de peleas. El recordado “Negro” Robaldo, Luís Rossi y Víctor Pacelli, eran también incondicionales para los ñoquis.
Pese a que corrientemente tenían buena relación, había un clásico que se repetía asiduamente, Juanchi contra los hermanos Juan José y Jorge Gelis (otros recordados y entrañables muchachos). Los Gelis eran muy unidos, así que si peleabas con uno, inevitablemente tenías que pugnar contra los dos. Las peleas generalmente se originaban en los duros enfrentamientos futbolísticos entre el Barrio 9 de Julio contra el Barrio San Martín. Juanchi era el capitán del equipo del centro y los Gelis los mandamases del Barrio Obrero, de allí que hacían valer sus respectivos intereses.
Los altercados los iniciaban generalmente Juanchi y Jota; pero a los primeros escarceos se metía Jorge e inmediatamente después Eduardo Robaldo, para emparejar la lucha.
Lo mejor de todo, era que una vez finalizado el duro entredicho, llenos de magullones, se reunían mansamente para organizar el partido para el próximo sábado, sin rencores.
Entre los de mi edad (la benemérita clase 50), había algunos pibes que realmente tenían una predisposición superlativa a esta viril adicción. Seguramente el más respetado era “Huguito” Pizarro, tan bravo era, que ya a los 11 años lo habían subido a un ring, para que descargará la superlativa adrenalina que exudaba. Este noble amigo, prácticamente no discutía, entrecerraba los ojos, ceñía las cejas y hablaba con los puños. Realmente era nuestro orgullo, ya que intrépido y valiente, no dudaba en enfrentarse con chicos mucho más grandes, en contextura y en edad, cuando la situación así lo requería y siempre exitosamente. Los que teníamos buena relación con él, nos sentíamos protegidos, ante cualquier avasallamiento de los mayores.
Un técnico exquisito, en el arte de las piñas era el “Lalo” Rey (hermano menor del “Pata”). Tenía el estilo, con el que nos deslumbraría pocos años después el superlativo Nicolino Loche. Era muy difícil pegarle y manejaba magistralmente su zurda. La otra virtud que lo distinguía era hacer calentar al rival, para usufructuar aún más su condición de tiempista.
Hubo una pelea célebre, que todos los que la presenciamos la recordamos nítidamente. El salón del “Car-Vic”, estaba dividido por un pesado cortinado. De un lado, amen de la heladería, el reservado y el mostrador del bar, había un billar, un mete gol y otros juegos donde solíamos entretenernos. Del otro lado de ese divisorio, estaban almacenadas mercaderías, mesas y sillas que solían colocarse en la vereda, cajones con bebidas y otros artículos inherentes al funcionamiento del local. En caso de baile u otro espectáculo se corría o sacaba el cortinado y se aprovechaba todo el salón. Una tardecita a raíz de una discusión, originada en un partido de metegol, se inició una pelea entre el “Lalo” y el querido “Negro” Galíndez. Este, también clase 50, pero con una conformación física mucho mayor, era otro con una notable inclinación por las reyertas boxísticas. Tenía una debilidad muy notoria, era fácil de hacer calentar y enardecido, se convertía en pan comido para un peleador hábil como el “Lalo”.
Y así fue la contienda, esquive y más esquive por parte de uno, trompadas y más trompadas al aire del otro. Amague y recto de zurda del “Lalo”, pasada de largo y piña errada del “Negro”. Sonrisa canchera y pregunta ¿a dónde vas? del rubio, puteada y choque contra la mesa de billar de su contrincante. A un oleeee… irónico, se contraponía una mirada furibunda y asesina. Cada vez más sobrador el pibe del barrio Villa Quinteros, más enceguecido estaba el morocho de la Avenida Moreno. Dentro de su descontrol, Reinaldo entendió que boxearlo era imposible, así que se decidió a tratar de aferrarlo cuerpo a cuerpo, y poder hacer así valer, su mayor potencia física. Pero, esto tampoco era una empresa fácil. Las acometidas cada vez más violentas, eran totalmente infructuosas, el “Lalo” era imposible de agarrar. Un nuevo intento aún más salvaje y con grito de guerra incluido, fue su postrer esfuerzo. Hábil gambeta de su rival, y el querido “Negro” pasó de largo gritando y llevándose con él a todo el cortinado.
Después de la cortina, como ya queda dicho, había cajones – en este caso con botellas vacías- que no lo contuvieron, por el contrario sirvieron, para que se clavara de cabeza detrás de ellos, con las paquetas cortinas bordó incluidas. El estrépito fue apoteótico. Después el silencio escalofriante. Nos fuimos acercando, temerosos de la suerte de nuestro amigo. Estaba inerte. Comenzamos a retirar cajones, botellas rotas y las cortinas. Un quejido lastimoso nos tranquilizó un poco, por lo menos estaba vivo.
Don Quevedo, estaba expectante con los brazos en jarra, miraba las cortinas, las botellas rotas, el desorden producido y seguramente pensando, – si este sigue vivo, lo mato yo-.
Reinaldo se fue levantando lentamente, milagrosamente ileso. Todos estábamos expectantes, especialmente el “Lalo”, esperando su reacción. No se si abochornado, por el desenlace de la pelea o por el estropicio que había ocasionado en el lugar, se sacudió la ropa, verificó que solo su camisa floreada estaba manchada, por el resto que quedaba de una botella de “Talacasto” tinto y sin decir una palabra se marchó a su casa.
Luego todos nos pusimos a reinstalar la cortina y a acomodar los cajones desparramados, para que Don Justino, no tomara represalias con nosotros.
Por supuesto que el “Negro”, no se quedó tranquilo y procuró tomarse revancha de aquel incidente, pero la suerte no lo acompaño, la técnica y la picardía del “Lalo” fueron mucho para él. Así que tiempo después decidió amigarse, y procurar otros rivales menos complicados.
Aprendimos ganando y mucho más perdiendo, disfrutamos los triunfos y sufrimos enormemente las derrotas, fuimos valientes y en otras timoratos, sin saberlo nos estábamos forjando para emprender la pelea más difícil, enfrentar la vida…
Juan Carlos Cambursano
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