En nuestra infancia, al margen de no existir los avances tecnológicos de la actualidad, los pibes debíamos extremar nuestra imaginación para disfrutar plenamente de la vida al aire libre. Ya que hasta la sabia naturaleza era reacia a brindarnos algunas de las posibilidades de las que hoy gozamos.
En esta época por ejemplo se pueden pescar en distintos espejos de agua de la zona aledaña a la ciudad, pejerreyes, bagres, tarariras, carpas y otras especies, nosotros en aquellos años lo único que podíamos sacar eran ranas (especialmente del zangón del Club Sarmiento).
Hoy en día en la temporada estival hay múltiples posibilidades para gozar de refrescantes natatorios tanto en la faz pública como en la privada; en aquellos años eran muy pocos los que tenían piletas o tanques de material; por supuesto que eran totalmente privados y accedían a ellos solamente sus propietarios y allegados.
Así que nosotros, en el barrio, estábamos totalmente marginados de la posibilidad de gozar de esos beneficios veraniegos. Aunque las ansías por pegarnos un chapuzón, superaba las prohibiciones y advertencias familiares, e incurríamos a imprudencias realmente peligrosas al escaparnos a alguna laguna cercana.
Recuerdo que una tarde de mucho calor, nos fuimos en bicicleta a bañar a la laguna de Bosco, cercana al cementerio. Algunos se metieron en calzoncillos y la mayoría desnudos. Como ninguno sabía nadar y estábamos solos, nos metimos en la parte baja del bañado y allí nos entreteníamos jugando a la lucha, a la cabeceada o a las atajadas con una pelota de goma, arrojándonos barro entre los juncos y otros divertimentos propios del lugar.
Para mí los juegos terminaron repentinamente, ya que me agarraron cinco o seis chuncacos, que se me habían adherido firmemente en distintas partes del cuerpo. Al preguntar alarmado cómo sacármelos, el “Nego” exclamó…
- ¡Hay que prenderlos fuego! –
En tanto que “Tapioca” sanguinario como pocos, opinó…
- ¡Hay que sacarlos con un cortaplumas! –
Ante semejante consejos, me desesperé y me los fui sacando uno a uno, con más facilidad de lo pensado. Solo me quedaron unas ronchas como recuerdo de los hasta esos momentos desconocidos chupa sangre.
Ante la experiencia vivida todos desistieron de seguir en el agua y solo “Tapioca” tuvo actividad, ya que con su gomera comenzó a hacer estragos entre los patos y gallaretas que abundaban en el lugar.
En esa laguna (a principios de los años 70), perdería la vida un amigo entrañable, que en esos años de pibes era rival de barrio (él pertenecía al Barrio San Martín), pero después en la adolescencia y en la juventud nos unió la vida y la camiseta de Club Deportivo Sarmiento. Aquel muchacho tenía un apelativo que no se condecía con sus atributos personales, era Hugo “El Malo” Rodríguez, un muchacho excepcionalmente bueno.
Otras de las posibilidades de bañarnos, era en los tanques de chapa tipo australiano, que algunos parientes o familias amigas tenían en los campos, a la vera de los molinos. Aunque la mayoría estaban cubiertos de verdín, por lo que era totalmente desaconsejable acceder a ellos; ante lo que preferíamos los bebederos de los animales, para al menos refrescarnos.
Otra alternativa para bañarnos era la Avenida Rodolfo Dunckler, cuando llovía mucho; dado que siempre se inundaba. Cuando el nivel de las aguas decrecía, jugábamos con los barquitos de papel, que se deslizaban impetuosos por los lugares de escurrimiento.
Tampoco eran habituales los viajes de turismo, ya que eran muy contados los vecinos, que podían usufructuar de ese beneficio. En el caso de mi familia, en mi niñez y adolescencia, solamente tuvimos un viaje de vacaciones. Fue por un plan de turismo social, a la ciudad de Necochea.
Indudablemente hubo un hecho trascendental en la historia de Vedia, que vino a cambiar radicalmente las costumbres pueblerinas, especialmente en los niños y en los jóvenes, la inauguración de la pileta olímpica del Club Deportivo Sarmiento en el mes de diciembre de l960.
Gracias a ella, todos tuvimos la posibilitar de disfrutar del agua, aprendimos a nadar y a practicar un deporte tan completo como la natación.
Al margen de ello, la construcción de la pileta nos permitió concretar otro sueño largamente anhelado, tener nuestras propias montañas.
Efectivamente las excavaciones realizadas para concretar la obra, originaron gran cantidad de tierra que se fue acumulando en la parte posterior de la sede, donde actualmente se encuentra la calle Pacheco, la que en esos años no estaba habilitada.
La tierra se fue amontonando alrededor del inolvidable ombú, extendiéndose los montículos de tierra hasta la calle Almirante Brown y Avenida Nueve de Julio, conformando distintos y caprichosos desniveles, propicios para nuestros juegos.
Si bien las alturas más pronunciadas de los montículos alcanzarían los cuatro o cinco metros como máximo, nosotros nos imaginamos que estábamos en el lejano Oeste, y jugábamos a los cow-boys o a los indios, emulando a John Wayne o a Alan Ladd en sus intrépidas aventuras cinematográficas.
Para desarrollar aún mas espectacularmente nuestros juegos, los terrenos aledaños al club, que daban a la calle Almirante Brown y que hoy ocupan las familias Couzo, Domínguez, Mengoni, Gabarini, entre otras, era un amplio baldío cubierto de frondosa vegetación, y donde aún en ésos años perduraban restos de un parque infantil que databa de los años 1930 y que había funcionado como un anexo de la institución (para los jóvenes y mayores oficiaba de Villa Cariño peatonal).
Es decir, era el lugar ideal para jugar, teníamos montañas, selva, y hasta un río (el profundo zangón frente al Parque Greene en la Avenida 9 de Julio).
La manzana hoy íntegramente edificada, comprendida por las calles Almirante Brown, Pacheco, Jujuy y la Avenida 9 de Julio, era un lote alambrado propiedad de la familia Lombardini donde pastaban una buena cantidad de ovejas. Es decir que este predio estaba separado del club por el ombú y los montículos de tierra.
En el pueblo corrían muchos comentarios sobre los romances de estos mansos animalitos, con algunos conocidos muchachones del medio. Al llegar el crepúsculo, se los veía caminar o circular en bicicleta, por los alrededores para detectar donde pernoctaría su preferida. Para luego avanzada la noche ir con muchos bríos a visitarla.
Cuentan que hubo peleas, al encontrar uno de los festejante a su oveja ocupada, por otro que lo madrugó, terminando así amistades de muchos años. Otros recordaban la mala suerte del muchacho aquel, que confundió en la oscuridad a su querida, con el celoso carnero que mandaba en la manada, sufriendo una serie de percances que es mejor olvidar, Otros hablaban de la profunda pena de los enamorados cuando sus fogosas hembras eran sacrificadas o vendidas y que decir del joven, que sufrió una profunda depresión, al enterarse que el delicioso manjar que había saboreado con sus amigos en una cena de festejos, había sido su calida amante de muchas noches de desenfreno y pasión (algunos refirieron de que fue un acto artero, para que cesara definitivamente esa relación cada vez más perversa y apasionada, que preocupaba a sus amistades).
Si en la actualidad al concurrir a una comida entre amigos, observan que un caballero, ya maduro y algo tristón, evita comer carne de oveja, préstenle atención, puede ser el joven de aquella lejana historia de amor.
En fin, estas historias nunca fueron corroboradas, pero eran las comidillas cotidianas de la sociedad vediense. Doy fe, que ninguno de los componentes de nuestra barra, incursionó en ese tipo de zoofilismo o al menos a mi no me consta (aunque a algunos, ganas no les faltaron).
Volviendo a las montañas, al margen de las múltiples e inmejorables posibilidades que tenían para nuestros juegos, servían como campo de batalla contra barras enemigas, produciéndose épicos enfrentamientos, con algunos contusos y por lo general sin ganadores ni vencidos. Las contiendas eran parejas y cada uno ya tenía su rival prefijado, teniendo en cuenta edad y contextura física. Si una barra tenía más integrante, los que sobraban no participaban en el combate, pasando a convertirse en simples espectadores. Los caudillos de ambos bandos (en nuestro caso “Tapioca), eran los que convenían los enfrentamientos, que siempre eran sumamente duros, pero leales, y ellos mismos, los que disponían el fin de la disputa. Era mal visto el pibe que lloraba o el que abandonaba el entuerto cobardemente. Pero en cambio aquel que se lastimaba y seguía peleando era reconocido por su valentía por compañeros y rivales. En este aspecto, en nuestra barra, se destacaba netamente por su arrojo y coraje el inolvidable “Nego”, que siempre terminaba maltrecho, pero airoso.
Generalmente, el desquite se producía con partidos de fútbol, tan calientes como las batallas, pero siempre apasionantes y leales.
Una tarde “Tapioca” nos estaba dando instrucciones de combate y en especial sobre el uso del arco. Pidió un voluntario para que se ocultara entre los desniveles de las “montañas”, para así arrojarle flechazos desde el ombú. Serviría, según sus dichos, para mejorar la puntería de los arqueros y para perfeccionar la manera de ocultarse, por parte de quien no debería ser alcanzado por las flechas.
Todavía hoy me pregunto, por qué acepté el reto y me ofrecí para ser blanco de la puntería de mis amigos; ya que realmente era una idea disparatada y muy peligrosa, especialmente si la flecha impactaba en el rostro.
Indudablemente el peligroso era “Tapioca” por su puntería y la calidad de su arco, los demás apenas llegaban hasta donde yo me ocultaba. Así y cambiando de posición permanentemente y con la única precaución de taparme el rostro con el brazo, esquive uno a uno los flechazos que me tiraban. Verdaderamente los que había arrojado nuestro líder daban miedo, ya que pasaban zumbando y bien de cerca de donde yo me escondía.
Finalizando con la demostración “Tapioca”, dijo…
- ¡Basta! Se acabaron las flechas, ganó Juan Carlos –
Feliz, salí victorioso de mí escondite, y en esos momentos advertí aterrado, como Omar, tensaba el arco, me apuntaba y disparaba. Solo atiné a cubrirme con el hombro y sentí como la flecha me rozaba la espalda. Me había roto la remera y producido un raspón que dolía como la gran siete.
Estupefacto, no sabía si putearlo, echarme a correr o ponerme a llorar. Tan sorprendidos como yo, estaban el resto de los pibes, que lo miraban azorados, por la actitud tan desleal e imprudente.
Avergonzado, rápidamente “Tapioca” recuperó la iniciativa.
- Primera lección de la guerra, nunca hay que confiarse del enemigo –
- ¡Y de tú jefe menos! – exclamé yo, muy exaltado.
Juan Carlos Cambursano
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