Con el transcurrir de los años algunos de los muebles que acompañaron nuestra infancia han venido perdiendo vigencia. Lamentablemente el viejo y querido ropero ya es una reliquia, que no comulga con el confort hogareño actual.
Arriba del ropero estaba todo lo que nos intrigaba, era el lugar ideal para que los mayores colocaran las pertenencias que no deberían ser detectadas por nosotros. Digo deberían, porque era imposible que ese aparentemente inaccesible sitio, quedara a salvo de nuestra imprudente curiosidad.
En forma subrepticia cuando nuestros padres estaban atareados en sus propias ocupaciones, subidos al respaldo de una silla primeramente llegábamos a tantear lo que allí había, pero con el paso del tiempo ya asomábamos la cabeza y podíamos espiar ese lugar inexplorado y tan atractivo.
Así fue que una tardecita, tanteando encontré tres o cuatro globitos rosados, que antes había descubierto en la mesa de luz del lado donde dormía mi papá. Eran unos globos extraños, que venía en unos estuches de plástico y que tenían el orificio para inflarlos mucho más grande que los yo conocía. Cuando se los enseñe a mi mamá para que me dejara jugar con ellos, me los quitó tentada de la risa. No entendí lo que ocurría, pero como no se inflaban mucho, no me preocupé. No los había vuelto a ver más hasta que los encontré ese día arriba del ropero. Feliz por el hallazgo corrí a mostrárselo nuevamente a mi mamá.
Se hallaba en la cocina con sus tías Asunta y Piedritas, se los exhibí y gritando le dije…
- Mamá, mamá, mira lo que encontré –
Mi querida Ilda, se ruborizó y me los quitó. La tía Asunta se largó a reír y la tía Piedrita se atragantó con la torta que estaba comiendo. Con ello aumento mi intriga y más aún a la noche, cuando mi mamá le contaba a mi papá y se reían los dos. Algo escuché de forros, pero seguía sin entender. No los volví a encontrar y recién mucho tiempo después logré dilucidar el enigma de los globitos rosados.
Tiempo después, cuando ya podía asomar la cabeza, dos o tres días antes de 6 de enero, descubrí alelado, el regalo que les había pedido a los Reyes Magos. No hice comentarios sobre el hallazgo por temor a represalias, ya que se me había prohibido terminantemente subir al ropero.
Por supuesto que comencé a conjeturar sobre el milagroso suceso y más aún cuando me crucé a la juguetería (anexo de la Casa del Bebé) que la Señora de Hojraj, tenía en la Avenida Dunckler y no encontré el juguete que había elegido. Cuando lo comenté con los amigos de mi edad no le encontramos explicación, pero al charlarlo con los mayores, pese a nuestra reticencia a creerles, nos hicieron ver la dolorosa verdad. Fue sin lugar a dudas, la primera gran desilusión de mi vida.
Tres o cuatro años después, una tarde de verano, uno de los pibes de la barra, comenzó a convocarnos a todos para esa noche después de cenar. Extrañados uno a uno, fuimos llegando a nuestra esquina de Alberdi y Belgrano. El último en llegar fue el convocante (por razones que se desprenderán del contenido de este relato no voy a dar su nombre) que misteriosamente nos dijo…
– Tengo algo que mostrarles –
Intrigados lo rodeamos. Se sentó en el borde de la vidriera de Ponce de León y Azzaretti, permaneció un momento callado e impasible, alargando el suspenso y con ello intensificando nuestra curiosidad. Después sacó una fotografía del bolsillo posterior de su pantalón corto, diciéndonos…
- La encontré arriba del ropero de mi casa –
Era una antigua foto en blanco y negro, en la que se hallaban un hombre y una mujer desnudos sobre una cama, en los instantes previos al inicio de la relación sexual.
Fue una sucesión de exclamaciones… ¡aaahhh!¡ooohhh!… ¡eeehhh!¡uuuhhh!.. Bocas abiertas, ojos desorbitados y desesperación de todos para tenerla y no perdernos ningún detalle.
La mujer en cuestión era de las que no se depilaba e indudablemente la mayoría de nosotros no había visto jamás una mujer desnuda, por lo que se desprendía de las confesiones espontáneas que se iban produciendo, resultando quizás la de Pedrito la más patética…
– ¡Que había sido fea la cosa! –
El hombre tenía lo suyo y cotejado con lo que entre nosotros conocíamos, era comparar un escarbadientes con el mástil de la plaza.
Por ello nos empezamos a compadecer por la suerte de la mujer y cuanto sufriría de consumarse lo que parecía inminente.
- ¡No! – – No solo no sufrirá, sino que le gustará mucho – dijo enfáticamente el portador de la foto.
Sorprendidos ante esta aseveración, lo interrogamos buscando una explicación. No dijo nada, pero sacó del mismo bolsillo una segunda foto.
Las exclamaciones pasaron a ser aullidos. En esta fotografía la cosa ya estaba en marcha y la muchacha tenía una cara de satisfacción enorme. Fue apoteótico. Algunos estaban tan emocionados que pegaban piques cortos y volvían al ruedo para ver por milésima vez las fotos.
Con un grito “Tapioca” calmó la excitación reinante y le preguntó al pibe si tenía más fotos.
- Si, son diez fotos, pero al resto las deje sobre el ropero, por las dudas que la busquen mis padres – respondió nuestro amigo.
Felices por que había más fotos, consideramos oportuna la decisión adoptada; pero insistimos que noche tras noche nos fuera trayendo a todas.
“Tapioca” usufructuando su mayor experiencia, nos aconsejó guardar el secreto. Mejor dicho, nos ordenó, ya que si alguno abría la boca las represalias serían muy severas.
El poseedor de las fotos pasó a ser prácticamente un héroe y lo tratábamos como tal. Una a una las fuimos mirando y todas ellas conmocionaban por igual. A algunas posiciones realmente no las entendíamos, hasta que los más entendidos nos avivaban que las estábamos mirando al revés.
Siempre las mirábamos todos juntos y él las traía a pedido. Dos o tres a la vez a lo sumo, manteniendo las precauciones del inicio.
Si por ahí individualmente alguno las quería ver, había que convencerlo con alguna prebenda. A mí por ejemplo me pidió a Néstor Rossi, que era una de las figuritas más difíciles para llenar el álbum. Me negué, pero al fin arreglé dándole a Hugo González el “10” de Argentinos Juniors, que, aunque también era difícil, la tenía repetida. Al “Nego” le logró sacar una bolita “lecherita” que quería mucho, a “Tapioca” una gomera que todos envidiábamos y a Jorge una revista del “Llanero Solitario”.
Disfrutamos un buen tiempo de esas fotografías e incluso creo que algunos se habían enamorado de la muchacha en cuestión. Por suerte no hubo peleas por ella y puedo asegurar en salvaguarda del honor de la barra que ninguno se enamoró del hombre aquel.
Lamentablemente hubo un abrupto final para esta historia, la próxima semana se los contaré.
(Continuará)
Juan Carlos Cambursano
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