Muchas veces me han preguntado sobre estas pequeñas historias de nuestra infancia. Algunos preguntan sobre la identidad de los pibes, otros sobre la autenticidad de los relatos y otros se sorprenden sobre la cantidad y variedad de las anécdotas que tratamos de reproducir en estas notas.
Yo creo que si cada uno hacemos un breve recorrido por nuestra propia infancia se encontrará con muchísimas gratas vivencias, que están ahí, reconfortándonos el alma. Y sí a esas experiencias se las sumamos a las de un grupo de chicos o chicas, del que todos –con mayor o menor intensidad- formamos parte, comprobaremos que las historias se multiplican indefinidamente.
Especialmente gracias a mi familia y a mis amigos, tuve una infancia inmensamente feliz, por ello es que los recuerdos fluyen espontáneamente y están latentes para gozarlos y compartirlos placenteramente.
También he recalcado que a falta de juguetes, nuestra imaginación cubría ampliamente esa precariedad, convirtiendo por ejemplo, a un simple palo de escoba, en una escopeta, en un Winchester a repetición, en una lanza, en una espada mortífera y hasta en un pingo desenfrenado.
También estaba la capacidad manual – en especial en nuestro grupo de “Tapioca- para construir barriletes, arcos, aviones, cochecitos, hondas y un sin número de artefactos que nos servían para jugar, sin envidiar a los que se vendían en los comercios.
Una tarde el “Nego” apareció con un extraño aparato, de fabricación casera. A simple vista era una gomera. Pero al examinarla detenidamente observamos que si bien era una horqueta, tenía solamente atada en uno de sus extremos una larga lonja de goma, que estaba prolijamente arrollada, en las dos puntas de la horquilla. Quedando en la parte externa de este rollo la otra punta de la goma.
Puso, la aparente arma a nuestra consideración, pero previa exhaustiva revisión, no le encontramos utilidad alguna. Por lo tanto sumamente escépticos sobre el provecho de su utilización, lo interrogamos al respecto sin mucha convicción.
- ¡es un tirapedos sin olor! – dijo con un entusiasmo inusitado.
- ¿un qué? – preguntamos a coro, aún más intrigados, pero ya exaltados por la sorprendente respuesta.
- ¡Si! ¡Es un tirapedos, sin olor! – reiteró ya eufórico y sin más preámbulos nos hizo una demostración.
Tomó el aparato y se sentó encima. Después comenzó a aflojar la presión sobre el mismo. Al irse desenrollándose la goma y golpear en el piso y en su traste, producía un sonido idéntico a un pedo. Pero no a un pedo común, si no a un pedo mayúsculo en sonido y duración. Se notaba que había practicado bastante, ya que volvía a apretarlo y el sonido cesaba. Apretaba y aflojaba, volvía a apretar y aflojaba y le salía un pedo con variaciones.
¡Fue apoteótico!, festejamos alucinados por el feliz hallazgo. Muy pocas veces en la vida, me he reído tanto; estábamos todos tentados, y no parábamos de reírnos a la par que nuestro querido amigo realizaba su improvisado concierto de pedos.
El “Nego” volvía a arrollar la goma y repetía la experiencia. Después, nos fue permitiendo uno a uno practicar con su singular instrumento sonoro.
Indudablemente había que saber manejar el traste, ya que el golpe de la goma se hacía sentir, pero la espectacular sonoridad del tirapedos, suplía cualquier sacrificio.
Maquiavélicamente comenzamos a planificar la mejor manera de usufructuar las múltiples posibilidades que el mismo, nos brindaba.
Al principio nos daba cierta vergüenza, utilizar el aparato en público; por ello optamos por ocultarnos detrás de distintos tapiales (del Car-Vic, de Mostaffa, de Palana y el de mi casa), usando como complemento una silla vieja, con asiento de paja y sin respaldo. Cuando sentíamos que alguien venía por la vereda o las calles, poníamos en funcionamiento el tirapedos.
Nos turnábamos en las tareas, ya que algunos alternaban en la utilización del artefacto y otros miraban desde ubicaciones estratégicas para ver la reacción de la gente.
Realmente fue muy divertido, ya que al ir caminando tranquilamente y que alguien se raje un reverendo pedo cerca tuyo y no poder identificar al autor de semejante acto de barbarie daba realmente bronca, impotencia y por cierto, un alto grado de curiosidad.
Por eso, algunos se paraban miraban para un lado a otro, y hasta se tentaban en subirse al tapial para descubrir a quien pedorreba en forma tan criminal.
Hasta se dio el caso de cruzarse en veredas de enfrente dos vecinas, al momento de ponerse en marcha nuestro instrumento altisonante. La que venía en la otra acera, se quedó parada, perpleja, mirando con la boca abierta a la aparente autora del hecho y ésta totalmente abochornada le trataba de explicar con señas (ya que había quedado muda de la vergüenza) que ella no había sido.
Nos aburrimos de esta experiencia, y decidimos hacerlo en vivo y en directo, es decir nos sentábamos en vidrieras, puertas de casas y en las mismas veredas, y cuando alguien pasaba (por supuesto que elegíamos a nuestras víctimas, por temor a una reacción intemperante) dábamos inicio al concierto.
Lo disfrutamos mucho. Las reacciones más comunes eran de incredulidad, ya que no podían entender, como de culos tan pequeños, podían desprenderse semejantes estampidos.
Solamente una señora muy fina del barrio se nos enojó, perdió totalmente la compostura y nos revoleó con fines agresivo una bolsa conteniendo verduras. Cuando le explicamos nuestra travesura y que ella no era la destinataria de la broma, se calmó y hasta después se rió con nosotros.
Como ya éramos expertos en el uso del endiablado artefacto, podíamos aumentar nuestra diversión. Por ejemplo, al pasar un muchacho en bicicleta, nos tirábamos uno cortito; ante ello, nos dirigía sorprendido la atención. Nosotros permanecíamos impávidos, cuando dejaba de mirarnos, le largábamos uno más extenso. Es cierto, nos puteaban, pero era muy ameno por el desconcierto que causaban.
También se dio el caso, de que alguno de los componentes del grupo aprovechó la coyuntura, para convertirlo de inodoro en totalmente intolerable, al “regalarnos” uno verdadero, en medio de uno de los improvisados conciertos.
Tuvimos que cambiar varias veces, el lugar para utilizarlo, ya que en varias casas y negocios, no nos permitieron seguir experimentando, con nuestro inofensivo lanza pedos.
Como todas las cosas lindas y divertidas, lamentablemente no nos duró mucho su usufructo.
Cometimos dos errores garrafales, primero, hacer demostraciones en nuestros respectivos hogares, con lo que todas las familias de los componentes de la barra, conocían de su existencia y el segundo error probarlo en el Cine Teatro Italiano.
Elegimos una función de un sábado a la tarde, con gran afluencia de público, en especial de pibes.
De entrada ya sabíamos que el estruendo sería espectacular, teniendo en cuenta que los asientos eran de madera (ideal para nuestro instrumento) y por la acústica natural que tenía la sala.
Verdaderamente la realidad, supero nuestras expectativas, ya que fue un pedo ¡extraordinario! Eso sí, fue cortito para que no nos descubrieran.
¡Qué alboroto que se armó! No esperamos la película para tirarlo, lo hicimos en la primer parte, donde se pasaba el noticiero argentino, el español y se exhibían las colas o los adelantos de las películas que se proyectarían.
Era tanto el escándalo que se produjo, que cesaron las filmaciones y encendieron las luces de la sala.
Don Armando Vignudo y Julio Angiorama, comenzaron a investigar sobre el aberrante suceso. Sus búsquedas e indagaciones fueron infructuosas, ya que el error fue buscar al o a los responsables por el olor, que, como queda claro era inexistente.
Dada la calentura que exteriorizaba el empresario responsable del cine, desestimamos totalmente la posibilidad de repetir la experiencia.
El “Nego” ocultó entre sus ropas al tirapedos y cuando llegó el intervalo, previo a la película, nos cruzamos hasta mi casa, para esconderlo.
Durante el desarrollo del film, tanto Don Armando como Julio, estuvieron alertas, para detectar la posibilidad de un nuevo atentado.
Por supuesto que en los días subsiguientes el comentario del pueblo, era el pedo que se habían tirado en el cine.
Por lo ya manifestado, nuestros padres dedujeron rápidamente, quienes eran los autores del siniestro, por ello hubo castigo para todos los participes y al “Nego” le incautaron definitivamente, nuestra mentada arma inodora.
También (no supimos a instancias de quién) se enteraron los responsables del cine; por ello estuvimos privados por un tiempo de concurrir a nuestro entretenimiento preferido.
Ciertamente por un tiempo extrañamos a nuestra efectivo artefacto, pero también es justo reconocer que el barrio recuperó su tranquilidad y ya no hubo más malos entendidos, o al menos por culpa del poco ortodoxo tirapedos.
Juan Carlos Cambursano
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