Un relato publicado en el periódico “La Nueva Voz”, en el marco de las anécdotas de “Tapioca” –Recuerdos de una infancia feliz- de los años 2007-2008.
“LAS FIESTAS PATRIAS”
No sé por qué, pero son distintas. En aquellos días de pibes las Fiestas Patrias (me refiero a las conmemorativas a la Revolución de Mayo y a la Independencia), se festejaban con un jolgorio desmesurado por parte de todos los chicos, sin alcanzar a entender claramente, las diferencias sustanciales que existían entre ambas celebraciones. Hoy ya entrados en años, sabedores de los alcances de cada unas de esas fechas, las vivimos con mucho mayor fervor patriota por entender y valorar su importancia, pero sorprendentemente con mucho menos entusiasmo.
Tal vez para los pibes, la sola palabra ¡fiesta!, es sinónimo de alegría, de predisponer jubilosamente el espíritu para el festejo y para participar de todas las actividades con la exaltación contagiosa propia de esa edad. En cambio, en la actualidad, ya con cierta edad, sosegamos nuestros bríos, para otorgarles al 25 de Mayo y al 9 de Julio, su magna importancia, llevándonos a meditar sobre la integridad moral, la capacidad intelectual, las agallas sin treguas y por sobretodo del pensamiento soberano y nacionalista que impregnó el alma de la mayoría de los partícipes de aquellas gestas patrias.
Seguramente la pérdida de entusiasmo, tenga que ver, con una tal vez injusta pero inevitable comparación, con los valores que conjugan los hombres y mujeres que están plasmando la historia de estos días.
Si algo hay que reprocharles a los próceres de mayo y Tucumán, son las fechas establecidas para la conmemoración de los hitos más trascendentales de la historia de la República Argentina, ya que seguramente los chicos y chicas de aquellos lindos años, asociaran esos días con el frío.
Esas mañanas de mayo y julio, eran realmente para padecer, para sufrir, concretamente para tiritar de frío. Perdón por la imprudencia, pero creo que resulta más práctico y didáctico expresar, que lisa y llanamente nos cagábamos de frío
Si bien no caben dudas, que los fríos y las heladas de hoy, no tienen parangón con las que padecimos en nuestra niñez, existían otros condimentos tradicionales y culturales, que intensificaban esa problemática, convirtiéndonos en verdaderos iconos del martirio y de la tolerancia, casi héroes diría yo.
Los varoncitos vestíamos para la ocasión pantalones cortos y medias o soquetes blancos, de hilo fino o de nylon tipo stretch, con zapatos del mismo color, que generalmente tenía muchos años de uso y que habían pasado por media familia, incluida la de los vecinos. Por supuesto que lo utilizábamos de 3º a 5º grado, por lo que los sabañones tenían su propia fiesta patria, de tan apretaditos que se hallaban. Las chicas concurrían con sus vestiditos y corrían lealmente la misma suerte que nosotros, en lo que se refiere a medias y zapatitos.
En esas oportunidades lucíamos el guardapolvo inmaculadamente blanco que se reservaba para las fiestas. Digo que se reservaba, ya que también nos tenía que durar por lo menos tres ciclos escolares. Por ello en el último año de uso, solamente nos entraba una camisa debajo del delantal y al estar prohibido el uso de camperas o cualquier otro abrigo sobre el mismo, encarábamos la escuela casi temerariamente, con mucho, mucho coraje, pasmados de frió.
Esos guardapolvos de gala, estaban recontra almidonados, con el apresto “Colman”, por lo que más que uniformes escolares, eran realmente corazas inexpugnables.
Por supuesto, que, en nuestro pecho cerca del corazón, lucíamos orgullosamente la escarapela, la que, en el caso de las fiestas mayas, ya veníamos utilizando durante la conmemoración de toda la semana de mayo.
En el caso de los pibes, la moda de cortar bien corto el pelo, hacía que las orejas con los sabañones sobresalieran nítidamente y para darle mayor confiabilidad al poco pelo que podíamos peinar, nos engominaban en forma tal, que sentíamos un sobrepeso notorio en nuestras cabezas.
Así que, entre lo temprano de la mañana, el frío reinante, los estrechos zapatitos, el enchastre en la cabeza y los guardapolvos almidonados, no éramos las blancas palomitas de los libros escolares, si no más bien patos criollos, por lo duro que íbamos y la extraña forma de caminar.
También es dable recordar, que no nos conformábamos con estas dificultades, ya que nos fascinaba caminar sobre la escarcha, con todo lo que ello implicaba.
Verdaderamente el salir a la calle y el transcurrir hasta la escuela, pese al frío, era realmente atrapante y conmovedor, al ver como se vestía ese día el pueblo. En comercios y viviendas particulares flameaban las banderas argentinas, con la insignia representativa del país de origen de los comerciantes o moradores de las fincas. Recuerdo perfectamente llegar a la esquina del mercado de don Emilio Mostaffa, y ver acompañando a nuestra enseña patria, al estandarte sirio; las banderas argentinas en el Banco Provincia de Buenos Aires (hoy Correo Argentino), en el Cine flamear la bandera italiana, en la esquina de la Plaza, en la Tienda “La Florida” de los Hermanos Cordeiro, la bandera de la madre patria y así hasta llegar hasta al establecimiento escolar (Municipalidad, Colegio Nacional, Correo, Club Atlanta, Unión Telefónica).Además la comuna adornaba con escarapelas o banderines las columnas de luz y postes telefónicos.
Ya en la escuela al encontrarnos con nuestros compañeritos, no podíamos ser muy efusivos al saludarlos, ya que se nos podía descoser alguna parte del guardapolvo o bien lastimarnos mutuamente, por lo duro del almidonado. Afortunadamente nuestras madres eran previsoras y reforzaban notoriamente los botones del delantal, ya que era un peligro latente el desprendimiento imprevisto de los mismos.
Había algunos “compañeritos” extremadamente crueles, que gozaban pisándote con saña los sufridos pies o retorciéndote impiadosamente las orejas coloradas por los sabañones; usufructuando la imposibilidad de defendernos por el uso del estrechísimo guardapolvo de fiestas.
Nunca tuve facilidad para decir poesías o recitados alusivos a tan solemnes acontecimientos; pero sin embargo las entrañables maestras, siempre tenían la creatividad para hacernos participar en los números correspondientes a nuestro grado. Nos ponían a ocho o nueve sobre el escenario y cado uno pronunciaba una frase muy corta, al estilo – “los patriotas French y Berutti, repartían escarapelas con los colores celestes y blanco” – y después todos juntos gritábamos ¡Viva la patria! Ese pequeño texto, que nos había entregado en forma manuscrita la querida señorita, con el afán de que los memorizáramos y lo pronunciáramos con los ademanes correspondientes diez días antes del acto en cuestión, se convertía realmente en un calvario. Nos poníamos frente al espejo del dormitorio de nuestros padres y como unos reverendos boludos, con ademanes incluidos, repetíamos una y otra vez ese pequeño renglón, dándole mucho énfasis al saludo final. Tanto repetíamos la frase, que, llegado los instantes previos a su pronunciación pública, inexorablemente la olvidábamos totalmente, con ataques de pánico incluidos.
Algunos cobardes, acusaban enfermedad y pegaban el faltazo. Yo lo intenté más de una vez, pero indudablemente mis viejos me veían pista de artista, ya que me obligaban ir si o si, a esa especie de cadalso.
Llegado el crucial momento, teníamos la suerte que la maestra nos hacía de apuntadora; pero igualmente se originaban algunos pequeños inconvenientes.
Las queridas docentes, tenían la feliz idea, para darle mayor lucidez y brillo al número, de colocarnos ese día las gorras altas de soldado (modelo Granaderos a Caballos), que habían terminado de confeccionar con cartulinas, en sus respectivos hogares la noche previa al acto. Así que, sin medida ni prueba previa, nos chantaban la gorra y a subir al escenario. A los que le tocaban las medidas chicas, nos metían de prepo el birrete apretándonos dolorosamente los sabañones de las orejas y a los que le habían tocado en suerte medidas grandes, subían ciegos o medio ciegos, ya que les tapaban total o parcialmente los ojos.
El escenario no era muy grande, pero evidentemente había lugar para todos. Sin embargo, instintivamente nos pegamos una a otro, por lo que, de los ademanes, ¡olvídate! Después había algunos pibes, que se quedaban extasiados con la boca abierta, viendo al alumnado, docentes y padres concurrentes, así que cuando les llegaba el turno de pronunciar sus excelsos textos, había que pegarles un codazo, para hacerlos reaccionar.
Finalizado, con el discordante ¡Viva la patria!, realmente la más aliviada era la maestra, que había sufrido como en un parto. El piadoso aplauso era un aliciente, por el esfuerzo realizado y hasta nos hacía creer que habíamos actuado muy bien.
En honor a las niñas, debemos reconocer que tenían muchísima mayor facilidad que nosotros para estas representaciones artísticas.
Otro de los números realmente azarosos, eran los bailes autóctonos. Las zambas, chacareras, gatos y carnavalitos, con sus distintas figuras se convertían en intrincados jeroglíficos que nos costaba desentrañar. Lo único que nos podía incentivar para danzar, era que nos tocara en suerte como pareja de baile alguna de las compañeritas que nos gustaba. Ahí si, que zapateábamos con un entusiasmo desmedido para demostrar nuestras cualidades de bailarines nativos.
También en la danza existían complicaciones. El principal, era que ensayábamos en el piso del gimnasio, con amplias posibilidades para movernos y de golpe el día del acto, nos subían al escenario, donde por supuesto todo se reducía. Así que más de uno desaparecía detrás de bambalinas, al efectuar fuera de cálculo alguna figura demasiado airosa. El otro inconveniente era el guardapolvo de gala, constrictor y almidonado, que nos impedía movernos con soltura, permitiéndonos elevar los brazos solamente hasta la altura de los hombros. Sin lugar a dudas, lo que realmente era una pesadilla era zapatear, con los apretadísimos y opresores zapatitos blancos, los sabañones no se conmovían con el folklore y nos martirizaban cruelmente; más que gauchos danzarines, parecíamos gallos pisando fuego.
También mi participación artística abarcó a los títeres. Con los años y analizando la actitud de la docente a cargo del grado en ese entonces, debo deducir que se tomó venganza, de mi comportamiento un tanto errático.
El argumento de la obra consistía, en que cada uno de los distintos animalitos de la granja, debían conquistar a una bella conejita. A esta gran atorranta, no le preocupaba, si era lindo o era feo, ni el tamaño de su futuro novio, lo que exigía como requisito indispensable era escuchar como le expresarían cantando su amor.
A los que les toco en suerte representar al perro, al gato, al corderito, al toro, y hasta al gallo en representación de las aves, les resultó bastante fácil imitar el sonido que identifica a cada especie. Pero a mí la estimada docente, me dio el papel del… ¡chancho! Intenté con el oink…oink…oink…, que se utiliza gráficamente para representar el gruñido de los porcinos, pero no satisfizo a la docente, que pretendía mayor realismo. ¡Cómo diablos hacía!, consulté a mis amigos en el barrio, les pregunté a mis padres y nadie me brindaba una solución. Realmente parecía un loco, ya que concurría a realizar los mandados, haciendo morisquetas y reproduciendo sonidos indescifrables, tratando de hallar el sonido adecuado; también empecinado, lo hacía en mi casa, encerrado en el dormitorio para que nadie perturbara mi concentración.
Tanta insistencia dio sus frutos, y pude reproducir un sonido bastante similar, esforzando la garganta, me salió un jonk…jonk…jonk, que imitaba aceptablemente el gruñido de los cerdos, conformando a la maestra.
Fue debut y despedida como títeretero, no fue una actuación descollante, pero el papel de chanchito lo cumplí bastante bien. Aún hoy sigo pensando en aquella querida maestra y que carajo tenía que ver la granja, la coneja y el chancho con la Revolución de Mayo.
Hoy en estos días de festejo, se le brinda al alumnado un exquisito chocolate caliente; aquellos años eran de vacas flacas. Por ello la escuela en medio de sus posibilidades y con mucho esfuerzo nos ofrecía una taza de cascarilla; que tomamos agradecidos, pero que no tenía nada que ver con el chocolate.
Lo peor que te podía pasar ese día, era que te diera muchas ganas de hacer pichi. Lidiar con el guardapolvo y encontrar el pajarito acurrucadito por el frío, era una empresa prácticamente imposible. De lo otro mejor ni hablar, había que acusar descompostura y salir como una exhalación para nuestros domicilios. Afortunadamente esta última experiencia, nunca la viví; en cambio la primera sí y puedo asegurar que me asusté mucho, pensé que el pajarito se me había volado para siempre, ya que me resultaba inhallable.
Finalizado el acto en el establecimiento escolar, había que concurrir al acto en la Plaza Rivadavia. Cabe recordar que, al evento recién finalizado, habían asistido también los alumnos de los grados superiores del turno tarde. Por ello en la formación y por razones de altura, se mezclaban grados y turnos. Esto era una verdadera bomba de tiempo. Enemigos acérrimos compartían la fila, con todo lo que ello significaba. Los de los grados superiores, te querían aplicar la antigüedad y estaban los mete púas recordando algunos encontronazos anteriores.
Para evitar inconvenientes Francisca “Paquita” Díaz, Vice Directora del establecimiento, había dispuesto que las docentes como una guardia pretoriana nos custodiaran permanentemente, haciendo marca personal con los más bélicos y fastidiosos. Por ello invariablemente los colocaban en las hileras exteriores de las filas. .
Alguien hace ya muchos años atrás, escribió que nuestra plaza, “es una estrella de ocho puntas, con el mástil como un índice que señala a las nubes; flecha que se dirige a vuelos de palomas; la estrella ¿me dices?, se cayó del espacio, en la pradera virgen”.
Justamente la punta, correspondiente a la Avenida Emilio Solari, siempre fue el lugar de formación de nuestra Escuela Nº 1; la pertinente a la Diagonal Juan de Garay al entonces Colegio Nacional y Comercial Leandro N. Alem, a cuya alineación mirábamos de reojo, sabedores que era nuestro próximo destino. La punta que daba acceso a la Avenida Rodolfo Dunckler, estaba ocupada por la Escuela Nº 2; en tanto que entre los vértices correspondientes a la Diagonal Solís y la Avenida L. N. Alem, se ubicaban los abanderados de las instituciones deportivas, colectividades y formación del personal Policial. En la inherente a la Diagonal Colón, se apostaban los alumnos de la Escuela Lainez nº 172 (hoy primaria nº 21). Como un suceso realmente excepcional, recuerdo en una de estas fiestas patrias, como abanderado de este querido establecimiento escolar a mi inefable amigo “Pepino”, lo que nos dejó a todos estupefactos, no por su indudable capacidad intelectual, sino por su conducta bastante reprochable, por cierto. Para nuestra mayor sorpresa, a su lado se lo veía muy chocho a Don Hugo Couzo, maestro de la escuela, orgulloso con el portador del estandarte.
En la punta que se extendía en la Avenida Mariano Moreno, formaba la Escuela Profesional Mixta Nº 1, y por último en la que apuntaba a la Diagonal Estrada, se hallaban las autoridades del Partido de Leandro N. Alem. En lo que se refiere a Intendentes, mi etapa escolar coincidió prácticamente con la gestión del Dr. Rodolfo G. Dabat, y ya finalizando la misma con la del Dr. León Almozni y la del Sr. Ambrosio Larrouserie.
El acto era por lo general totalmente escolar, ya que cada establecimiento presentaba su número y una docente pronunciaba las palabras alusivas, como única oradora. Luego se realizaba el solemne Tedeum en la Iglesia Sagrado de Corazón de Jesús, al que concurrían al margen de las autoridades, los abanderados y escoltas de cada escuela.
La suelta de palomas a cargo de los componentes de la Sociedad Colombófila “Alas Vedienses”, era un momento altamente emotivo y estremecedor.
Para culminar con los actos matutinos, se realizaba el desfile de las instituciones presentes alrededor de la Plaza Rivadavia. “Porota” Wauthier, no había practicado para el mismo y nosotros estábamos convencidos que lo hacíamos tan bien, como los soldados en las películas.
Las autoridades visualizaban el desfile sobre el pequeño y clásico palco de madera, pintado con los colores patrios, que se utilizó por decenas de años y que se instalaba frente a la Municipalidad.
Alrededor de las 15 horas, y en el boulevard de la Avenida Emilio Solari, frente a la Escuela Nº 1, de tierra en esos años, se realizaba, las tradicionales carreras de sortijas. Se utilizaba la mano de circulación derecha (sentido Plaza hacia la Escuela), es decir la calle que lindaba con la cancha del Club Atlético Vedia Alumni hoy Parque Perkins.
Eran muchos los paisanos que competían y estaba amenizado por “Neo” Publicidad, con la voz de Alberto Bracco.
A algunos participantes que se habían extralimitado con la bebida en el almuerzo, no solo le costaba acertar a la sortija, sino también se le hacía difícil embocar el arco, de donde pendía el codiciado adminículo gauchesco.
Finalizadas con estas tradicionales pruebas de destreza, volvíamos a la Plaza. Allí se comenzaba con las carreras de bicicletas. Primero participaban los chicos, con los rodados de paseo, divididos en edades. Después se realizaba la competencia de 1º y 2º categoría, corriendo alrededor de la Plaza. De los participantes de estas coloridas pujas, recuerdo a los hermanos Jorge y Juan Martínez, Alberto Gómez, Eduardo Moyano, Raúl Gómez, Hugo Clavijo, Néstor Loza, Oscar Altamirano, entre otros.
Más tarde se continuaba con las carreras de embolsados, el juego de la piñata y el palo enjabonado. A media tarde en la Plaza Rivadavia, comenzaban a congregarse la mayoría de las familias vedienses, empilchadas con sus mejoras galas y todos luciendo orgullosos las escarapelas celestes y blancas. Mi abuelo Juan se unía a sus con nacionales, en el Boliche de “Marturano” en calle Las Heras, casi Buenos Aires, para charlar sobre su Italia natal y jugar hasta la hora de la cena a los naipes. Escapándole al bullicio las flamantes parejitas, se iban a la función de las 18 horas en el Cine Teatro Italiano. El simpático y pacífico “Gelo” Farías, mamado hasta la coronilla, ante el entusiasmo de todos los chicos, realizaba sus pruebas de destreza, bajo la panza de su fiel mancarrón. La gente del campo también se plegaba a la fiesta y de temprano, previa visita a los parientes, con sus atuendos característicos, participaban activamente de todas las actividades.
El pibe más famoso y envidiado del día, era él que había logrado bajar la banderita del palo enjabonado. Recibía generalmente un obsequio del kiosco Diagonal, de Don Santiago Salvi. La mayoría de los que habían participado, recibirían severas reprimendas al llegar a sus respectivos hogares, por el enchastre que se habían hecho en sus vestimentas, producto de la gran cantidad de grasa que embadurnaba al casi inaccesible poste en cuestión.
Al anochecer en un escenario montado frente a la Municipalidad, había conjuntos folklóricos de danzas y cantores del pueblo o de la zona.
Como cierre en uno de los clubes o en el Car-Vic, había baile, amenizado por algún conjunto local. Comenzaban temprano, especialmente si el día siguiente era laborable.
Así pasábamos aquellas ya lejanas fiestas patrias, las rememoro con una nostalgia infinita, teníamos el espíritu predispuesto para bebernos toda la alegría y el entusiasmo que emanaban de esos días inolvidables. Pese al frío reinante, fueron tan radiantes y calidos, que su evocación aún misteriosamente me entibia el alma…
Juan Carlos Cambursano
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