Por Juan Carlos Bossio
La pandemia del coronavirus trajo consigo la revalorización del rol del Estado y de la importancia que tiene el servicio de salud pública para la población de un país.
Para algunos este reconocimiento llega con alguna demora porque necesitaron de la dramática realidad que hoy vive el mundo y nuestro país en particular, para darse cuenta que la buena salud no es una cuestión individual o de un sector social, sino un asunto de todos.
El Conavid-19, de un día para el otro, puso en un mismo plano de riegos y de cuidados al beneficiario de la prepaga más cotizada y al más desamparado en cobertura sanitaria.
Claro que entre uno y el otro existe una brecha importante por la facilidad de acceder a una atención adecuada, pero esta situación extraordinaria que se vive en estos días, expone claramente que nadie se salva solo frente a la amenaza de un enemigo común.
Y no se trata de menospreciar la importancia de los servicios de salud privados, sino de comprender la necesidad de una política sanitaria que proteja a la totalidad de la población y pueda direccionar hacia un mismo objetivo a todos los actores que conviven en el ejercicio de la medicina.
Desde esta perspectiva, es fundamental la tarea que cumplen los médicos sanitaristas que asumen un compromiso político, social y administrativo para gestionar y conducir la salud del conjunto de una comunidad. Son los “médicos de multitudes” que en circunstancias como las actuales resultan imprescindibles.
La historia argentina señala al Dr. Ramón Carrillo como el precursor fundacional de un sistema de salud puesto al servicio de las demandas de toda la población.
Carrillo fue un destacado neurocirujano y neurobiólogo dedicado a la docencia, a la investigación y dueño de una brillante carrera individual que abandonó para abrazar a la medicina social.
Paralelamente a sus conocimientos científicos, este médico excepcional le agregó una concepción que lo llevó a decir que “las conquistas científicas sobre la salud, sólo sirven si son accesibles al pueblo”.
En 1946 fue convocado por el Presidente Perón para hacerse cargo de la Secretaría de Salud Pública que, tres años más tarde, el propio Perón elevó a la categoría de Ministerio.
Así, Ramón Carrillo se transformó en el primer Ministro de Salud Pública que tuvo Argentina y en ocho años de trabajo –tres como Secretario y cinco como Ministro- desarrolló el plan nacional de salud pública sin precedentes en nuestra historia.
En su gestión estableció normas sanitarias como las campañas masivas de vacunación (antivariólica y andiftérica), implementó la lucha contra la fiebre amarilla, erradicó el paludismo, prácticamente hizo desaparecer la sífilis y las enfermedades venéreas, terminó con epidemias como el tifus y la brucelosis y redujo en forma drástica el índice de mortalidad infantil, llevándolo del 90 por mil de 1943 al 56 por mil de 1955.
Además, creó 234 hospitales y policlínicas gratuitas. Aumentó el número de camas para internación llevándolo de 66.300 en 1946 a 132.000 en 1954. Fundó EMESTA, la primera fábrica nacional de medicamentos y fomentó facilidades económicas para el desarrollo de los laboratorios argentinos.
Junto con esta obra monumental, el legado de Carrillo se valora por los principios que forjaron su accionar, que se traducen en expresiones como la siguiente: “Frente a las enfermedades que genera la miseria, frente a la tristeza, la angustia y el infortunio social de los pueblos, los microbios –como causas de enfermedad- son unas pobres causas”.
Ramón Carrillo había nacido en Santiago del Estero el 7 de marzo de 1906 y murió el 20 de diciembre de 1956, en Belem do Pará, una pequeña localidad del norte de Brasil, donde había quedado exiliado después de la caída de Perón.
A los 50 años de edad, sumido en la pobreza y lejos de su patria, se apagó la vida de este argentino que entregó su vida y puso toda su sabiduría al servicio de la salud pública nacional.
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