El 13 de marzo de 2013 llovía sobre la Plaza San Pedro y, sin embargo, más 100.000 personas aguardaban estoicos la elección del nuevo Papa de la Iglesia Católica.
Tras la “fumata blanca”, mientras el humo se perdía en el cielo de Roma, la multitud allí instalada y el mundo entero, a través de la televisión, esperaba el nombre de quién sería el sucesor de Benedicto XVI.
“Habemmus Papa”, anunció con voz frágil el anciano cardenal y después pronunció con dificultad el nombre de Jorge Mario Bergoglio que asumía el legado de Pedro con el nombre de Francisco.
En Argentina eran las 16,15hs cuando por el balcón de la Santa Sede apareció quien hasta ese momento había sido Arzobispo de Buenos Aires y ya era el nuevo pontífice.
“Queridos hermanos y hermanas, les agradezco muchísimo recibirme de esta forma. Parece que los cardenales me vinieron a buscar al fin del mundo”, fueron las primeras palabras de Francisco I. El primer Papa jesuita y el primero latinoamericano.
En sus primeras palabras, Bergoglio manifestaba tener conciencia de la dimensión que implicaba su nuevo rol y en la alusión geográfica hizo una referencia exacta de la distancia que hay entre su lugar de origen y el centro universal de la cristiandad.
Una distancia que no se mide en kilómetros sino que debe entenderse por el significado de un liderazgo que trasciende cualquier visión localista y exige una mirada tan amplia como tan extensa es la propagación territorial del catolicismo en el mundo.
Esa distancia parece no haber sido comprendida por algunos argentinos que ponen su mirada crítica -con mayor severidad- en este Papa compatriota.
Pero a pesar de las desconsideraciones mezquinas, la grandeza de Francisco viene marcando un trazo imborrable.
A siete años de asumir la máxima autoridad de los católicos, Francisco ha acercado la iglesia a los pueblos más sufridos y se ha comprometido con la resolución de los conflictos más acuciantes del mundo y los de la propia iglesia.
Sobre el tema del bien común y la paz social, el Papa ha postulado cuatro principios: 1.-El tiempo es superior al espacio; 2.-La unidad prevalece sobre el conflicto; 3.-La realidad es más importante que la idea; y 4.-El todo es más importante que la parte.
Estos principios resultan elementales para comprender su ideal de reorientar los enfrentamientos políticos y sociales y armonizar un proyecto común en el marco de una realidad ganada por la bipolaridad exacerbada de las diferencias sectoriales.
En su afirmación “la realidad es superior a la idea”, Francisco advierte sobre los peligros del “idealismo” derivado de la idea -o la doctrina- cuando esta se ha alejado de la realidad y se ha vuelto ineficaz e inútil para la resolución de los problemas.
“El Papa es un líder mundial. Es un animal político, pero es un santo. Yo la sensación que tengo, en lo personal, es la de haber peregrinado con un santo. Él tiene gestos de santidad”, dice Alicia Barrios, autora de “Mi amigo el padre Jorge”.
“Va a ser santo, el santo de los pobres. Y lo van a recordar como un hombre que marcó una historia totalmente distinta dentro de la iglesia. Después de muchos años, la Iglesia cambió. Eso va a quedar como un hito”, enfatiza la periodista argentina.
Por pertenecer a la congregación Jesuita, Francisco tiene una formación intelectual donde el hombre y su realidad concentran el centro de la atención. A partir de allí, la ideología y la práctica se transforman en el motor que moviliza su vocación.
Esos rasgos marcaron toda la vida sacerdotal de este hombre que después de cumplir con su obligación de Cardenal para elegir el Papa Nº266, tenía pensado renunciar al Arzobispado de Buenos Aires para ser el simple párroco de la iglesia de algún barrio porteño.
Pero ocurrió lo inesperado: el elegido fue él. Y ese viaje de Buenos Aires a Roma que Jorge Mario Bergoglio emprendió con su humilde equipaje, aún no ha tenido regreso.
Mientras tanto, el liderazgo espiritual de Francisco crece y se afianza en la consideración de la comunidad internacional.
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